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PERÚ: CELEBRACIÓN 1° DE OCT DIA DE VIDA ASCENDENTE

Publicamos el mensaje enviado por el Presidente de Vida Ascendente Perú, don Orlando Cáceres y nos unimos a la celebración en Colombia con las actividades de Asamblea y consagración de la nueva Junta Directiva en Eucaristía especial:


DIA INTERNACIONAL DE VIDA ASCENDENTE. Hoy 1 de Octubre celebramos EL DIA INTERNACIONAL DE VIDA ASCENDENTE, que agrupa a los miembros de este Movimiento en el Mundo que nació hace 70 años en Francia, en base a Jubilados de sus tareas laborales. La fecha que celebramos surgió en el NOVENO ENCUENTRO MUNDIAL en la Ciudad de Santo Domingo en 2018, que convocó a 46 paises de los 5 Continentes. A iniciativa de Perú repaldado por Delegados de paises Latinoamericanos y el Caribe,presentamos una Moción para que se fijara el Día Internacional de nuestro Movimiento, acordando la Asamblea que el DIA INTERNACIONAL DE VIDA ASCENDENTE será el 1 de Octubre de cada año y que cada Pais celebre este este magno acontecimiento. Celebremos hermanos por Cuarto año este magno acontecimiento, orgullosos de tener una fecha dedicada a resaltar el valor de nuestro MOVIMIENTO en el mundo.

18 CATEQUESIS DEL PADRE FRANCISCO SOBRE LOS MAYORES - FEB-AGO, 2022-



Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 23 de febrero de 2022 Primera Catequesis sobre los Adultos Mayores

“Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Hemos terminado la
catequesis sobre san José. Hoy empezamos un recorrido de catequesis que
busca inspiración en la Palabra de Dios sobre el sentido y el valor de la vejez.
Hagamos una reflexión sobre la vejez. Desde hace algunos decenios esta edad
de la vida concierne a un auténtico “nuevo pueblo” que son los ancianos.
Nunca hemos sido tan numerosos en la historia humana, nunca el riesgo como
ahora de ser descartados. Los ancianos son vistos a menudo como “un peso”.
En la dramática primera etapa de la pandemia fueron ellos los que pagaron el
precio más alto. Ya era la parte más débil y descuidada, no los mirábamos
demasiado en vida, ni siquiera los vimos morir.
He encontrado también esta carta de los derechos de los ancianos y los
deberes de la comunidad, ha sido editada por los gobiernos, no está editada
por la Iglesia, es algo laico: es buena, es interesante, para conocer que los
ancianos tienen derechos. Hará bien leerla. Junto a las migraciones la vejez es
una de las cuestiones más urgentes que la familia humana está llamada a
afrontar en este tiempo. No se trata solo de un cambio cuantitativo, está en
juego la unidad de las edades de la vida, es decir, el real punto de referencia
para la comprensión y el aprecio de la vida humana en su totalidad.
Nos preguntamos ¿hay amistad, hay alianza entre las diferentes edades de la
vida o prevalece la separación y el descarte? Todos vivimos en un presente
donde conviven niños, jóvenes, adultos y ancianos. Pero la proporción ha
cambiado, la longevidad se ha masificado y en amplias regiones del mundo la
infancia está distribuida en pequeñas dosis. También hemos hablado del
invierno demográfico. Un desequilibrio que tiene muchas consecuencias.
La cultura dominante tiene como modelo único el joven-adulto, es decir un
individuo hecho a sí mismo que permanece siempre joven. Pero ¿es verdad
que la juventud contiene el sentido pleno de la vida, mientras que la vejez
representa simplemente el vaciamiento y pérdida de la vida? La exaltación de
la juventud como única edad digna de encarnar el ideal humano, unida al
desprecio de la vejez vista como fragilidad, como degradación o discapacidad.
Ese ha sido el ícono dominante de los totalitarismos del siglo XX. ¿Hemos
olvidado esto?

La prolongación de la vida incide de forma estructural en la historia de los
individuos, de las familias y de las sociedades. Pero debemos preguntarnos:
¿su calidad espiritual y su sentido comunitario son objeto de pensamiento y
de amor? ¿Quizás los ancianos deben pedir perdón por su obstinación a
sobrevivir a costa de los demás? ¿O pueden ser honrados por sus dones, que
llevan al sentido de la vida de todos?
De hecho en la representación del sentido de la vida –y precisamente en las
culturas llamadas “desarrolladas”- la vejez tiene poca incidencia. ¿Por qué?
Porque es considerada la edad que no tiene contenidos especiales que ofrecer,
ni significados propios que vivir. Además hay una falta de estímulo por parte
de la gente para buscarlos y falta la educación de la comunidad para
reconocerlos. En resumen, para una edad que ya es parte determinante del
espacio comunitario y se extiende a un tercio de toda la vida, hay –a veces -
planes de asistencia, sí, pero no proyectos para hacerles vivir en plenitud.
Y esto es un vacío de pensamiento, imaginación, creatividad. Bajo este
pensamiento el que hace el vacío es el anciano, la anciana, son material de
descarte. La juventud es hermosa pero la etapa juventud es una alucinación
muy peligrosa. Ser anciano es tan importante como ser joven, recordemos
esto. La alianza entre las generaciones que devuelve al ser humano todas las
edades de la vida, es nuestro don perdido y tenemos que recuperarlo. Ha de
ser encontrado en esta cultura del descarte y de la productividad.
La Palabra de Dios tiene mucho que decir a propósito de esta alianza. Hace
poco hemos escuchado la profecía de Joel: ”Vuestros ancianos soñarán sueños
y vuestros jóvenes verán visiones”. Se puede interpretar así: cuando los
ancianos resisten al Espíritu Santo enterrando en el pasado sus sueños, los
jóvenes ya no logran ver las cosas que se deben hacer para abrirse al futuro.
En cambio, cuando los ancianos comunican sus sueños los jóvenes ven bien lo
que deben hacer.
A los jóvenes que ya no interrogan los sueños de los ancianos, metiéndose de
cabeza en visiones que no van más allá de sus narices, les costará llevar su
presente y soportar su futuro. Y si los abuelos se repliegan en sus melancolías,
los jóvenes se encorvarán aún más en su celular. La pantalla puede incluso
permanecer encendida pero la vida se apaga antes de tiempo.
¿La repercusión más grave de la pandemia no está precisamente en el extravío
de los más jóvenes? Los ancianos tienen recursos de vida ya vivida a los
cuales pueden recurrir en todo momento. ¿Se quedarán de brazos cruzados

ante los jóvenes que pierden su visión o los acompañarán alentando sus
sueños?
Ante los sueños de los ancianos ¿qué harán los jóvenes? La sabiduría del largo
camino que acompaña la vejez a su despedida debe ser vivida como un don
del sentido de la vida, no consumida como inercia de su supervivencia. La
vejez si no es restituida a la dignidad de una vida humanamente digna está
destinada a cerrarse en un abatimiento que quita amor a todo.
Este desafío de humanidad y de civilización requiere nuestro compromiso y la
ayuda de Dios. Pidámoslo al Espíritu Santo. Con estas catequesis sobre la
vejez quisiera animar a todos a invertir pensamientos y afectos en los dones
que esta lleva consigo y que aporta a las otras edades de la vida. Es un don de
madurez, de sabiduría. La Palabra de Dios nos ayudará a discernir el sentido y
el valor de la vejez, que el Espíritu Santo nos conceda también a nosotros los
sueños, y las visiones que necesitamos.
Y quisiera subrayar, como hemos escuchado en la profecía de Joel al principio,
que lo importante no es solo que el anciano ocupe el lugar de sabiduría que
tiene, de historia vivida en la sociedad, sino también que haya un diálogo, que
hable con los jóvenes. Los jóvenes deben hablar con los ancianos y los
ancianos con los jóvenes. Y este puente será la transmisión de la sabiduría de
la humanidad.
Deseo que estas reflexiones sean de utilidad para todos nosotros, para llevar
adelante esta realidad que decía el profeta Joel, que, en el diálogo entre
jóvenes y ancianos, los ancianos puedan ofrecer sus sueños y los jóvenes
puedan recibirlos para llevarlos adelante.
No olvidemos que en la cultura tanto familiar como social los ancianos son
como las raíces del árbol: tienen toda su historia ahí, y los jóvenes son como
las flores y los frutos. Si no tiene esta savia, si no tiene este “goteo” de las
raíces nunca podrán florecer. No olvidemos ese poeta que he citado tantas
veces: “Lo que el árbol tiene de florecido vive de lo que tiene sepultado”
(Francisco Luis Bernárdez). Todo lo hermoso que tiene una sociedad está en
relación con las raíces que son sus ancianos. Por eso en estas catequesis yo
quisiera que la figura del anciano se destaque, que se entienda bien que el
anciano no es un material de descarte, es una bendición para la sociedad.

+

Ideas a remarcar:
Desde hace algunos decenios esta edad de la vejez abarca un verdadero
“nuevo pueblo”, nunca habíamos sido tan numerosos en la historia humana.
En este momento la vejez es una de las cuestiones más urgentes para la
humanidad, porque está en juego el aprecio a la vida humana en su totalidad.
Para esta edad de la vejez, que ya abarca la tercera parte la vida, a veces hay
planes de asistencia, pero no proyectos para hacerla vivir en plenitud.
Ser anciano es tan importante como ser joven. Tenemos que devolver al ser
humano el valor de todas las etapas de su vida.
Los ancianos tienen recursos de vida ya vivida a los que pueden volver en
cualquier momento. No cruzarse de brazos ante los jóvenes sin experiencia.
Invertir los dones propios de la vejez , don de madurez y de sabiduría, para
aportarlos a las que transitan otras edades de la vida.
Que el anciano se abra a dialogar, que hable con los jóvenes, ese puente será el
que transmita sabiduría a la humanidad. Dialogar es hablarles y escucharlos.
Que la figura del anciano se destaque, que se entienda bien que el anciano
lejos de ser material de descarte, es una bendición para la sociedad.
Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 2 de marzo Segunda Catequesis sobre Mayores y Ancianos

¡Queridos hermanos y hermanas! En el pasaje bíblico de las genealogías de los
antepasados sorprende enseguida su enorme longevidad: se habla de siglos!
¿Cuándo empieza aquí la vejez? Uno se pregunta ¿Y qué significa el hecho de
que estos antiguos padres vivan tanto después de haber generados a los hijos?
¡Padres e hijos viven juntos, durante siglos! Esta cadencia secular de la época,
narrada con estilo ritual, otorga a la relación entre longevidad y genealogía un
significado simbólico fuerte, muy fuerte.
Es como si la transmisión de la vida humana, tan nueva en el universo creado,
pidiera una lenta y prolongada iniciación. Todo es nuevo en los inicios de la
historia de una criatura que es espiritual y es vida, conciencia y libertad,
sensibilidad y responsabilidad. La nueva vida –la vida humana- inmersa en
la tensión entre sus orígenes a “imagen y semejanza” de Dios y la fragilidad de
su condición mortal, representa una novedad completamente por descubrir.
Y pide un largo tiempo de iniciación, en el que es indispensable el apoyo
recíproco entre las generaciones, para descifrar las experiencias y
confrontarse con los enigmas de la vida. En este largo tiempo, lentamente, es
cultivada también la calidad espiritual del hombre.
En un cierto sentido todo paso de época, en la historia humana, nos propone
de nuevo esta sensación, es como si tuviéramos que retomar nuestras
preguntas sobre el sentido de la vida desde el inicio y con calma, cuando
aparece el escenario de la condición humana lleno de preguntas nuevas e
interrogatorios inéditos. Ciertamente la acumulación de la memoria cultural
aumenta la familiaridad necesaria para afrontar los pasajes inéditos. Los
tiempos de la trasmisión se reducen, pero los tiempos de la asimilación piden
siempre paciencia. El exceso de velocidad que ya obsesiona todos los pasajes
de nuestra vida, hace cada experiencia más superficial y menos “nutriente”.
Los jóvenes son víctimas inconscientes de esta escisión entre el tiempo del
reloj, que quiere ser quemado, y los tiempos de la vida, que requieren una
adecuada “fermentación”. Una larga vida permite experimentar estos largos
tiempos y los daños de la prisa.
La vejez ciertamente impone ritmos más lentos, pero no son solo tiempos de
inercia. La medida de estos ritmos abre para todos, espacios de sentido de la
vida desconocidos para la obsesión de la velocidad. Perder el contacto con los
ritmos lentos de la vejez cierra estos espacios para todos. Es en este horizonte

que he querido instituir la fiesta de los abuelos en el último domingo de julio.
La alianza entre las dos generaciones en los extremos de la vida –los niños y
los ancianos- ayuda también a las otras dos –los jóvenes y los adultos- a
vincularse mutuamente para hacer la existencia de todos más rica en
humanidad.
Es necesario el diálogo entre generaciones, si no hay diálogo entre jóvenes y
ancianos, entre adultos, si no hay diálogo, toda generación permanece aislada
y no puede transmitir el mensaje. Un joven que no está vinculado a sus raíces,
que son los abuelos, no recibe la fuerza –como el árbol tiene su fuerza en las
raíces- y crece mal, crece enfermo, crece sin referencias. Por eso es necesario
buscar como una exigencia humana, el diálogo entre las generaciones. Y este
diálogo es importante precisamente entre los abuelos y nietos, que son los dos
extremos.
Imaginemos una ciudad donde la convivencia de las diferentes edades forme
parte integral del proyecto global de su hábitat. Pensemos en la formación de
relaciones afectivas entre vejez y juventud que se irradian en el estilo general
de las relaciones. La superposición de las generaciones se convertiría en
fuente de energía para un humanismo verdaderamente visible y vivible. La
ciudad moderna tiende a ser hostil con los ancianos (y no por casualidad
también lo es con los niños). Esta sociedad que tiene este espíritu de descarte
y descarta tantos niños no queridos, descarta a los ancianos, los descarta, no
sirven y los pone en una residencia para ancianos, ingresados.
El exceso de velocidad nos mete en una centrífuga que nos barre como confeti.
La mirada de conjunto se pierde por completo. Cada uno se aferra a su propio
pedacito, que flota sobre los flujos de la ciudad-mercado, para la cual los
ritmos lentos son pérdidas y la velocidad es dinero. El exceso de velocidad
pulveriza la vida, no la hace más intensa. Y la sabiduría requiere “perder
tiempo”. Cuando tu vuelves a casa y ves a tu hijo, a tu hija pequeña, y “pierdes
tiempo”, pero ese coloquio es fundamental para la sociedad. Y cuando tu
vuelves a tu casa y está el abuelo o la abuela que quizás no razona bien o , no
sé, ha perdido un poco la capacidad de hablar, y tú estás con él o con ella, tu
“pierdes tiempo” pero ese “perder tiempo” fortalece la familia humana. Es
necesario gastar tiempo –un tiempo que no es rentable- con los niños y con los
ancianos, porque ellos nos dan otra capacidad de ver la vida.
La pandemia, en la cual estamos todavía obligados a vivir, ha impuesto –por
desgracia, muy dolorosamente- un revés para el obtuso culto a la velocidad. Y
en este período los abuelos actuaron como barrera ante la “deshidratación”
emocional de los pequeños. La alianza visible de las generaciones, que

armoniza los tiempos y los ritmos, nos devuelve la esperanza de no vivir la
vida en vano. Y devuelve a cada uno el amor por nuestra vida vulnerable,
cerrándole el paso a la obsesión de la velocidad, que simplemente la consume.
La palabra clave aquí es “perder tiempo”. A cada uno de vosotros os pregunto:
¿sabes perder el tiempo o estás siempre apurado por la velocidad? “No, tengo
prisa, no puedo” ¿Sabes perder el tiempo con los abuelos, con los ancianos?
¿Sabes perder el tiempo jugando con tu hijos, con los niños? Este es el punto
de referencia. Pensad un poco. Y esto devuelve a cada uno el amor por
nuestra vida vulnerable, bloqueando –como he dicho- el camino a la obsesión
de la velocidad, que simplemente la consume. Los ritmos de la vejez son un
recurso indispensable para captar el sentido de la vida marcada por el tiempo.
Los ancianos tienen sus ritmos, pero son ritmos que nos ayudan. Gracias a
esta mediación, se hace más creíble el destino de la vida en el encuentro con
Dios: un diseño que está escondido en la creación del ser humano a su “
imagen y semejanza” y está sellado en el hacerse hombre del Hijo de Dios.
Hoy se verifica una mayor longevidad de la vida humana. Esto nos ofrece la
oportunidad de aumentar la alianza entre todas las etapas de la vida. Mucha
longevidad, pero debemos hacer más alianza. Y también nos ayuda a crecer la
alianza con el sentido de la vida en su totalidad. El sentido de la vida no está
solamente en la edad adulta, de los 25 a los 60. El sentido de la vida está en
todo, desde el nacimiento a la muerte y tu deberías ser capaz de hablar con
todos, también tener relaciones afectivas con todos, así tu madurez será más
rica, más fuerte. Y también nos ofrece este significado de la vida, que es
integral. Que el Espíritu nos conceda la inteligencia y la fuerza para esta
reforma: es necesaria una reforma. La prepotencia del tiempo del reloj debe
convertirse en la belleza de los ritmos de la vida. Esta es la reforma que
debemos hacer en nuestro corazón, en la familia y en la sociedad. Repito:
¿reformar qué? Que la prepotencia del tiempo del reloj debe convertirse en la
belleza de los ritmos de la vida. Convertir la prepotencia del tiempo que
siempre nos apura, a los ritmos propios de la vida. La alianza de las
generaciones es indispensable. La sociedad donde los ancianos no hablan con
los jóvenes, los jóvenes no hablan con los ancianos, los adultos no hablan con
los jóvenes ni con los ancianos, es una sociedad estéril, sin futuro, una
sociedad que no mira al horizonte, sino que se mira a sí misma. Y se queda
sola. Que Dios nos ayude a encontrar la música adecuada para la armonización
de las diferentes edades, los pequeños, los ancianos, los adultos, todos juntos,
una hermosa sinfonía de diálogos.
+
Catequesis del Papa Francisco
miércoles 16 de marzo 2022 Tercera Catequesis sobre Adultos Mayores

Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El pasaje bíblico de Noé, con el lenguaje simbólico de la época en la que fue
escrito, nos dice algo impresionante: Dios estaba tan amargado por la
difundida maldad de los hombres - se había convertido en una forma de vida
normal- que pensó que se había equivocado al crearlos y decidió eliminarlos.
Una solución radical. Incluso podría tener un giro paradójico de misericordia.
No más humanos, no más historia, no más juicio, no más condena. Y muchas
víctimas predestinadas por la corrupción, la violencia, la injusticia se salvarían
para siempre.
¿No nos sucede a veces también a nosotros, abrumados por el sentido de
impotencia contra el mal o desmoralizados por los “profetas de la fatalidad”,
pensar que era mejor no haber nacido? ¿Debemos dar crédito a ciertas teorías
recientes que denuncian la especie humana como un daño evolutivo para la
vida en nuestro planeta? Eso es ver todo negativo.
De hecho estamos bajo presión, expuestos a tensiones opuestas que nos
confunden. Por un lado tenemos el optimismo de una juventud eterna,
encendido por el progreso extraordinario de la técnica, que pinta un futuro
lleno de máquinas más eficientes y más inteligentes que nosotros, que curarán
nuestros males y pensarán por nosotros las mejores soluciones para no morir.
El mundo de robots.
Por otro lado nuestra fantasía parece cada vez más concentrada en la
representación de una catástrofe final que nos extinguirá. Lo que sucede con
una eventual guerra atómica. En el “día después”, si aún habrá días y seres
humanos, se deberá empezar de cero. Destruir todo para recomenzar de cero.
No quiero hacer banal el tema del progreso, naturalmente. Pero parece que el
símbolo del diluvio está ganando terreno en nuestro inconsciente. La
pandemia actual , además hipoteca de forma no leve, nuestra representación
despreocupada de las cosas que importan para la vida y para su destino.
En el pasaje bíblico, cuando se trata de poner a salvo de la corrupción y del
diluvio la vida de la tierra, Dios encomienda el trabajo a la fidelidad del más
anciano de todos, al “justo” Noé. ¿La vejez salvará al mundo? ¿En qué

sentido? ¿Y cómo salvará al mundo de la vejez? ¿Y cuál es el horizonte? ¿La
vida más allá de la muerte o solamente la supervivencia hasta el diluvio?
Una palabra de Jesús que evoca “los días de Noé” nos ayuda a profundizar el
sentido de la página bíblica que hemos escuchado. Jesús hablando de los
últimos tiempos dice: “Como sucedió en los días de Noé, así será también en
los días del hijo del hombre. Comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta
el día que entró Noé en el arca, vino el diluvio y los hizo perecer a todos” Lc
17,26-27 De hecho comer y beber, tomar mujer o marido, son cosas muy
normales y no parecen ejemplos de corrupción. ¿Dónde estaba la corrupción?
En realidad Jesús destaca el hecho de que los seres humanos, cuando se
limitan a disfrutar de la vida, pierden incluso la percepción de la corrupción,
que mortifica la dignidad y envenena el sentido. Cuando se pierde incluso la
percepción de la corrupción, cuando la corrupción se convierte en algo
normal. Todo tiene precio. Todo se compra, se vende, opiniones, actos de
justicia, esto en el mundo de los negocios, en el mundo de muchos oficios es
común.
Y viven sin preocupación también la corrupción, como si fuera parte de la
normalidad del bienestar humano. Cuando tú vas a hacer algo, algo que es
lento, aquel proceso es un poco lento. Cuántas veces se escucha, si me das una
propina acelero esto, muchas veces, dame algo y yo voy más adelante. Lo
sabemos bien todos nosotros. El mundo de la corrupción parece ser parte de
la normalidad del ser humano. Y esto es feo. Esta mañana hablé con un señor
que me hablaba de este problema en su tierra.
Los bienes de la vida son consumidos y disfrutados, sin preocupación por la
calidad espiritual de la vida, sin cuidado por el hábitat de la casa común. Todo
se explota: Sin preocuparse por la mortificación y del abatimiento que
muchos sufren, y tampoco del mal que envenena la comunidad. Mientras la
vida normal pueda estar llena de “bienestar”, no queremos pensar en lo que la
vacía de justicia y amor. Pero ”yo estoy bien ¿por qué debo pensar en los
problemas, en la guerra, en la miseria humana, en cuánta pobreza, cuánta
maldad. Yo estoy bien. No me importan los otros”. Este es el pensamiento
inconsciente que nos lleva a vivir un estado de corrupción.
¿La corrupción puede volverse normalidad? Me pregunto yo. Hermanos y
hermanas: Lamentablemente sí. Se puede respirar el aire de la corrupción
como se respira el oxígeno. Es normal. “Y si quiere usted que yo haga esto
rápido ¿cuánto me da? “ Es normal… Es normal pero es algo feo. No es algo
bueno.

¿Y qué es lo que abre el camino? La despreocupación que se dirige solo al
cuidado de sí mismos: este es el pasaje que abre la puerta a la corrupción que
hunde la vida de todos. La corrupción obtiene gran ventaja de esta
despreocupación que no es buena, ablanda nuestras defensas, ofusca la
consciencia y nos hace también involuntariamente, cómplices. Porque
siempre la corrupción no va sola, una persona, siempre tiene cómplices y
siempre se alarga , se alarga.
La vejez está en condiciones de captar el engaño de esta normalización de una
vida obsesionada por el disfrute y vacía de interioridad: vida sin pensamiento,
sin sacrificio, sin interioridad, sin belleza, sin verdad, sin justicia, sin amor.
Esto es corrupción, todo.
La sensibilidad especial de nosotros viejos, la edad anciana por las atenciones,
los pensamientos y los afectos que nos hacen más humanos, debería volver a
ser una vocación para muchos. Y será una elección de amor de los ancianos
hacia las nuevas generaciones. Seremos nosotros que daremos la alarma, la
alerta, estén atentos que eso es la corrupción que no te lleva a nada. La
sabiduría de los ancianos es necesario para ir en contra de la corrupción.
Las nuevas generaciones esperan de nosotros viejos, de nosotros ancianos,
una palabra que sea profecía, que abra puertas, nuevas perspectivas fuera de
este mundo sin preocupaciones, de la corrupción, de la costumbre a las cosas
corruptas.
La bendición de Dios elige la vejez por este carisma tan humano y
humanizador. ¿Qué sentido tiene nuestra vejez? Cada uno de nosotros,
ancianos, podemos preguntarnos. Es esto. Ser profeta de la corrupción y decir
a los otros, deténganse, yo hice este camino y no te lleva a nada, ahora te digo
mi experiencia, nosotros ancianos debemos ser profetas contra la corrupción,
como Noé fue profeta de corrupción de su tiempo porque era el único que
confió en Dios. Yo les pregunto a todos ustedes y me pregunto también a mí,
¿mi corazón está abierto para ser profeta contra la corrupción de hoy?
Hay algo feo cuando los ancianos no han madurado, y se convierten en viejos
con las mismas costumbres corruptas de los jóvenes. Pensemos en los jueces
de Susana, por ejemplo, una vejez corrupta, y nosotros con esa vejez no
seremos capaces de ser profetas para las nuevas generaciones.
Y Noé es el ejemplo de esta vejez generativa, no es corrupta, Noé no hace
predicaciones, no se lamenta, no recrimina, pero cuida del futuro de la
generación que está en peligro., Nosotros ancianos debemos cuidar a los
jóvenes, a los niños, que están en peligro. Construye el arca de la acogida y

hace entrar hombres y animales. Es el cuidado por la vida en todas sus
formas. Noé cumple el mandamiento de Dios repitiendo el gesto tierno y
generoso de la creación, que en realidad es el pensamiento mismo que inspira
el mandamiento de Dios: una bendición, una nueva creación, que en realidad
es el mismo pensamiento que inspira el mandamiento de Dios, una nueva
bendición, una nueva generación.
La vocación de Noé permanece siempre actual. El santo patriarca debe
interceder todavía por nosotros. Y nosotros mujeres y hombres de cierta
edad, para no decir viejos porque algunos se ofenden, no olvidemos que
tenemos la posibilidad de la sabiduría, de decir a los otros: este camino de
corrupción no lleva a nada. Nosotros debemos ser como el buen vino, el buen
vino que al final de viejo puede dar un mensaje bueno y no malo.
Hoy hago un llamado a las personas de cierta edad, estén atentos, ustedes
tienen la responsabilidad de denunciar la corrupción humana en la cual se
vive y en la cual va hacia adelante ese modo de vivir el relativismo, todo es
relativo, como si todo fuera lícito. Vamos hacia adelante. El mundo necesita
de los jóvenes fuertes que vayan hacia adelante y de los viejos sabios, pidamos
al Señor el don de la sabiduría.
+
Ideas a remarcar
Cuando el ser humano se limita a disfrutar la vida pierde la percepción de la
corrupción, es cuando la corrupción de vuelve algo normal.
El mundo de la corrupción parece ser parte de la normalidad del ser humano,
todo se explota sin tener en cuenta el mal que envenena la comunidad.
Buscar solo el “bienestar” lleva a vivir ese estado de corrupción.
La despreocupación por los demás nos hace cómplices. La vejez está en
condiciones de captar este engaño, de dar la alerta, las nuevas generaciones
esperan de nosotros una palabra que sea profética.
Dios elige la vejez por este carisma tan humano de saber transmitir la
experiencia de lo vivido.
La vejez generativa cuida la vida en todas sus formas.
El mundo necesita de los jóvenes fuertes que vayan hacia adelante y de los
viejos sabios. +
Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 22 de marzo 2022 Cuarta Catequesis sobre Adultos Mayores

Queridos hermanos y hermanas
En la Biblia la muerte del anciano Moisés está precedida por su testamento
espiritual llamado “Cántico de Moisés”. Este cántico es ante todo una hermosa
confesión y dice así: “Quiero proclamar el nombre del Señor/engrandecer a
nuestro Dios/ él es la roca, perfectas son sus obras/justos todos sus
caminos/él es un Dios fiel sin malicia es justo y recto”. Pero es también el
recuerdo de la historia vivida con Dios, de las aventuras del pueblo que se
formó a partir de la fe en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Y por eso Moisés
también recuerda las amarguras y los desengaños del mismo Dios; su
fidelidad continuamente probada por las infidelidades de su pueblo. El Dios
fiel y las respuestas del pueblo infiel: como si el pueblo quisiera probar la
fidelidad de Dios y él permanece siempre fiel, cercano a su pueblo. Este es
necesariamente el núcleo del Cántico de Moisés, la fidelidad de Dios que nos
acompaña a lo largo de nuestra vida.
Cuando Moisés hace esta confesión de fe está en el umbral de la tierra
prometida y también de su despedida de la vida. Tenía 120 años dice la
historia “pero sus ojos no se apagaron” Dt.34-7 Esa capacidad de ver, de ver
realmente y también de ver simbólicamente, como tienen los ancianos, que
saben ver las cosas, el sentido más arraigado de las cosas. La vitalidad de su
mirada es un don precioso, le permite transmitir el legado de su larga
experiencia de vida y de fe con la claridad necesaria. Moisés ve la historia y
transmite la historia, los viejos ven la historia y transmiten la historia.
La vejez a la que se le concede esa lucidez es un regalo precioso para la
próxima generación . La escucha personal y directa del relato de la historia de
fe vivida con todos sus altibajos, es insustituible. Leerlo en los libros, verlo en
películas, consultarlo en internet, por muy útil que sea nunca será lo mismo.
Esta transmisión que es la verdadera tradición, la transmisión concreta de los
viejos a los jóvenes, esta transmisión está muy perdida hoy y cada vez más por
las nuevas generaciones. ¿Por qué? Debido a que esta nueva civilización tiene
la idea de que los viejos son material de desecho, los viejos deben desecharse
¡Esto es brutalidad! No, no es así. La historia directa de persona a persona
tiene tonos y formas de comunicación que ningún otro medio puede sustituir

Un anciano que ha vivido mucho tiempo y recibe el don del testimonio lúcido
y apasionado de su historia es una bendición insustituible. ¿Somos capaces de
reconocer y honrar este don de los ancianos? ¿La transmisión de la fe y del
sentido de la vida sigue este camino de la escucha de los ancianos hoy? Puedo
dar un testimonio personal. Aprendí el odio y la ira en la guerra de mi abuelo
que había luchado en Piave en 1914: me transmitió esa ira en la guerra.
Porque me habló de los conflictos de una guerra. Y esto no se aprende ni en
los libros ni de otra forma, se aprende así, pasado de abuelos a nietos, y esto
es insustituible.
La transmisión de la experiencia de vida de abuelos a nietos lamentablemente
hoy no es así y se piensa que los abuelos son material de desecho, ¡no! Son la
memoria viva de un pueblo, y los jóvenes y los niños deben poder escuchar a
sus abuelos. En nuestra cultura tan “políticamente perfecta” este camino
parece estar obstaculizado de muchas maneras: en la familia, en la sociedad,
en la misma comunidad cristiana. Alguien incluso propone abolir la
enseñanza de la historia como información superflua sobre mundos que ya no
son actuales, lo que resta recursos al conocimiento del presente. ¡Como si
hubiéramos nacido ayer!
La transmisión de la fe en cambio, carece a menudo de la pasión de la “historia
vivida”. Transmitir la fe no es decir las cosas bla bla bla, es decir una
experiencia de fe. Y entonces difícilmente puede atraer a elegir el amor para
siempre, la fidelidad a la palabra, la perseverancia en la entrega, la compasión
por los rostros heridos y abatidos. Por supuesto, las historias de vida deben
transformarse en testimonios y el testimonio debe ser leal.
La ideología que tuerce la historia según sus propios patrones ciertamente no
es leal, la propaganda que adapta la historia a la promoción del propio grupo
no es justa, no es justo convertir la historia en un tribunal en el que se
condena todo el pasado y se desalienta todo el futuro. Ser justo es contar la
historia tal como es y solo quien la ha vivido puede contarla bien.
Los mismos Evangelios cuentan honestamente la bendita historia de Jesús sin
ocultar los errores, malentendidos e incluso traiciones de los discípulos. Esto
es historia, esto es la verdad, esto es testimonio. Este es el don de la memoria
que los ancianos de la Iglesia transmiten desde el principio, pasándolo de
mano en mano a la siguiente generación.
Nos hará bien preguntarnos ¿cuánto valoramos esta forma de transmitir la fe,
de pasar el testimonio entre los ancianos de la comunidad y los jóvenes
abiertos al futuro? Y aquí estoy recordando algo que he dicho muchas veces

pero me gustaría repetirlo: ¿cómo se transmite la fe? Ah, aquí tienes un libro,
estúdialo. No, así la fe no puede transmitirse. La fe se transmite en dialecto,
es decir en el habla familiar, entre abuelos y nietos, entre padres y nietos. La
fe se transmite siempre en dialecto, en ese dialecto familiar y experimental,
aprendido a lo largo de los años. Por eso es tan importante el diálogo en
familia, el diálogo de los hijos con los abuelos que son los que tienen la
sabiduría de la fe.
A veces reflexiono sobre esta extraña anomalía. Hoy el Catecismo de la Iglesia
Católica se nutre generosamente de la Palabra de Dios y transmite
información precisa sobre los dogmas, sobre la moral de la fe y sobre los
sacramentos. A menudo sin embargo hay un desconocimiento de la Iglesia
que surge de la escucha y del testimonio de la historia real de la fe y de la vida
de la comunidad eclesial, desde el principio hasta el día de hoy. De niños
aprendemos la Palabra de Dios en las aulas del catecismo pero la Iglesia se
“aprende” como jóvenes en las aulas escolares y en los medios de información
mundial.
La narración de la historia de la fe debe ser como el Cántico de Moisés, como
el testimonio de los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles. Es decir una
historia capaz de evocar las bendiciones de Dios con emoción y con nuestras
carencias de lealtad. Sería bueno que desde el principio de los itinerarios
catequísticos existiera también el hábito de escuchar, desde la experiencia
vivida por los ancianos, la confesión lúcida de las bendiciones recibidas de
Dios que debemos guardar y el testimonio leal de nuestros fracasos de
fidelidad, que debemos reparar y corregir. Los ancianos entran en la tierra
prometida que Dios desea para cada generación cuando ofrecen a los jóvenes
la hermosa iniciación de su testimonio y transmite la historia de la fe, la fe en
dialecto, ese dialecto familiar que pasa de los viejos a los jóvenes. Luego
guiados por el Señor Jesús, ancianos y jóvenes entran juntos en el Reino de
vida y de amor. Pero todos juntos, todos en familia, con ese gran tesoro que es
la fe transmitida en dialecto.
+
Ideas a remarcar
Moisés viejo tuvo la capacidad de ver lo vivido y de transmitirlo como
testamento a sus descendientes. Los viejos ven la historia y la transmiten.
Los Evangelio cuentan honestamente la historia, toda la historia.
La fe se transmite en dialecto, en lenguaje y ambiente familiar

La catequesis necesita el testimonio de la historia real de la comunidad
eclesial. Es bueno en la catequesis escuchar a los abuelos, la experiencia vivida, la fe vivida.
Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 30 de marzo de 2022 Quinta Catequesis sobre Adultos Mayores

Queridos hermanos y hermanas
En nuestro itinerario de catequesis sobre el tema de la vejez, hoy miramos el
tierno cuadro pintado por el evangelista San Lucas, que llama a escena a dos
figuras de ancianos, Simeón y Ana. Su razón de vida, antes de despedirse de
este mundo, es la espera de la visita de Dios. Esperaban que Dios viniera a
visitarles, es decir Jesús. Simeón sabe, por une premonición del Espíritu
Santo, que no morirá antes de haber visto al Mesías. Ana iba cada día al
templo dedicándose a su servicio. Ambos reconocen la presencia del Señor en
el niño Jesús, que colma de consuelo su larga espera y serena su despedida de
la vida. Esta es una escena de encuentro con Jesús y de despedida.
¿Qué podemos aprender de estas dos figuras de ancianos llenos de vitalidad
espiritual? Primero, aprendemos que la fidelidad de la espera afina los
sentidos. Por otro lado, lo sabemos, el Espíritu Santo hace precisamente esto:
ilumina los sentidos. En el antiguo himno Veni Creator Spiritus, con el que
invocamos todavía hoy al Espíritu Santo, decimos: “Accende lumen sensibus”,
enciende una luz para los sentidos, ilumina nuestros sentidos. El Espíritu es
capaz de hacer esto: agudiza los sentidos del alma, no obstante los límites y las
heridas de los sentidos del cuerpo. La vejez debilita de una manera u otra, la
sensibilidad del cuerpo: uno es más ciego, otro es más sordo… Sin embargo la
vejez que se ha ejercitado en la espera de la visita de Dios no perderá su paso:
es más, estará siempre más preparada a acogerlo, tendrá más sensibilidad
para acoger al Señor cuando pasa. Recordemos que una actitud del cristiano
es estar atento a las visitas del Señor, porque el Señor pasa en nuestra vida
con las inspiraciones, con la invitación a ser mejores. Y san Agustín decía:
“Tengo miedo de Dios cuando pasa” - ¿Pero por qué tienes miedo? - “Si, tengo
miedo de no darme cuenta y dejarlo pasar”. Es el Espíritu Santo que prepara
los sentidos para entender cuándo el Señor nos está visitando, como hizo con
Simeón y Ana.
Hoy más que nunca necesitamos esto: necesitamos una vejez dotada de
sentidos espirituales vivos y capaz de reconocer los signos de Dios, es más, el
Signo de Dios, que es Jesús. Un signo que nos pone en crisis, siempre: Jesús
nos pone en crisis porque es “señal de contradicción” (Lc 2,34), pero que nos
llena de alegría. Porque la crisis no te lleva a la tristeza necesariamente, no;
estar en crisis sirviendo al Señor, muchas veces te da paz y alegría. La

anestesia de los sentidos espirituales –y esto es feo- en la excitación y en el
entumecimiento, es un síndrome generalizado de una sociedad que cultiva la
ilusión de la eterna juventud, y su rasgo más peligroso está en el hecho de que
esta es mayoritariamente inconsciente. No nos damos cuenta de estar
anestesiados. Y esto sucede: siempre ha sucedido y sucede en nuestra época.
Los sentidos anestesiados, sin entender qué sucede; los sentidos interiores,
los sentidos del espíritu para entender la presencia de Dios o la presencia del
mal, anestesiados, no distinguen.
Cuando pierdes la sensibilidad del tacto o del gusto, te das cuenta enseguida.
Sin embargo la del alma, esa sensibilidad del alma puedes ignorarla durante
mucho tiempo, vivir sin darte cuenta de que has perdido la sensibilidad del
alma. Esta no se refiere simplemente al pensamiento de Dios o de la religión.
La insensibilidad de los sentidos espirituales se refiere a la compasión y la
piedad, la vergüenza y el remordimiento, la fidelidad y la entrega, la ternura y
el honor, la responsabilidad propia y el dolor ajeno. Es curioso: la
insensibilidad no te hace entender la compasión, no te hace entender la
piedad, no te hace sentir vergüenza o remordimiento por haber hecho algo
malo. Es así, los sentidos espirituales anestesiados confunden todo y uno no
siente espiritualmente esas cosas. Y la vejez se convierte, por así decir, en la
primera pérdida, la primera víctima de esta pérdida de sensibilidad. En una
sociedad que ejerce principalmente la sensibilidad por el disfrute, disminuye
la atención a los frágiles y prevalece la competencia de los vencedores. Y así
se pierde la sensibilidad. Ciertamente la retórica de la inclusión es la fórmula
de rito de todo discurso políticamente correcto. Pero todavía no trae una real
corrección en la práctica de la convivencia normal: cuesta que crezca una
cultura de la ternura social. No: el espíritu de la fraternidad humana –que me
ha parecido necesario reiterar con fuerza- es como un vestido en desuso, para
admirar, sí, pero… en un museo. Se pierde la sensibilidad humana, se pierden
estos movimientos del espíritu que nos hace humanos.
Es verdad, en la vida real podemos observar, con gratitud conmovida, muchos
jóvenes capaces de honrar hasta el fondo esta fraternidad. Pero precisamente
aquí está el problema: existe un descarte, un descarte culpable, entre el
testimonio de esta savia vital de la ternura social y el conformismo que
impone a la juventud definirse de una forma completamente diferente.
¿Qué podemos hacer para colmar este descarte?
En la historia de Simeón y Ana, pero también en otras historias bíblicas de la
edad anciana sensible al Espíritu, viene una indicación escondida que merece
ser llevada a primer plano. ¿En qué consiste concretamente la revelación que

enciende la sensibilidad de Simeón y Ana? Consiste en el reconocer en un
niño, que ellos no han generado y que ven por primera vez, el signo seguro de
la visita de Dios. Ellos aceptan no ser protagonistas, sino solo testigos. Y
cuando un individuo acepta no ser protagonista, sino que se involucra como
testigo, la cosa va bien: ese hombre o esa mujer está madurando bien. Pero si
tiene siempre ganas de ser protagonista no madurará nunca este camino hacia
la plenitud de la vejez. La visita de Dios no se encarna en su vida, de los que
quieren ser protagonistas y nunca testigos, no los lleva a la escena como
salvadores: Dios no se hace carne en su generación, sino en la generación que
debe venir. Pierden el espíritu, pierden las ganas de vivir con madurez y ,
como se dice normalmente, se vive con superficialidad. Es la gran generación
de los superficiales, que no se permiten sentir las cosas con la sensibilidad del
espíritu. Sin embargo es muy bonito cuando encontramos ancianos como
Simeón y Ana que conservan esta sensibilidad del espíritu y son capaces de
entender las diferentes situaciones, como ellos dos entendieron que esta
situación que estaba ante ellos era la manifestación del Mesías. Ningún
resentimiento y ninguna recriminación por esto, cuando estoy en este estado
de quietud. Sin embargo, gran conmoción y gran consolación cuando los
sentidos espirituales están todavía vivos. La conmoción y la consolación de
poder ver y anunciar que la historia de su generación no se ha perdido o
malgastado, precisamente gracias a un evento que se hace carne y se
manifiesta en la generación que sigue. Y esto es la que siente un anciano
cuando los nietos van a hablar con él: se siente revivir. “Ah, mi vida está
todavía aquí”. Es muy importante ir donde los ancianos, es muy importante
escucharlos. Es muy importante hablar con ellos, porque tiene lugar este
intercambio de madurez entre jóvenes y ancianos. Y así, nuestra civilización
va hacia delante de forma madura.
Solo la vejez espiritual puede dar este testimonio, humilde y deslumbrante,
haciéndola autorizada y ejemplar para todos. La vejez que ha cultivado la
sensibilidad del alma apaga toda envidia entre las generaciones, todo
resentimiento, toda recriminación por una venida de Dios en la generación
venidera, que llega junto con la despedida de la propia. Y esto es lo que
sucede a un anciano abierto con un joven abierto: se despide de la vida pero
entregando –entre comillas- la propia vida a la nueva generación. Y esta es la
despedida de Simeón y Ana: “Ahora puedo ir en paz”.
La sensibilidad espiritual de la edad anciana es capaz de abatir la competición
y el conflicto entre las generaciones de forma creíble y definitiva. Supera esta
sensibilidad: los ancianos con esta sensibilidad, superan el conflicto, van más
allá, van a la unidad, no al conflicto. Este ciertamente es imposible para los

hombres, pero es posible para Dios. ¡Y hoy necesitamos mucho de la
sensibilidad del espíritu, de la madurez del espíritu, necesitamos ancianos
sabios, maduros en el espíritu que nos den una esperanza para la vida.
+
Ideas a remarcar
La razón de vivir de Simeón y Ana era esperar la visita del Señor, estaban
llenos de vitalidad espiritual, en una actitud de oración y servicio.
Su ejemplo nos enseña que la fidelidad de la espera nos hace más sensibles
para reconocer los signos de Dios.
Nuestra sociedad “anestesia” los sentidos espirituales, nos hace insensibles.
El diálogo entre jóvenes y ancianos nos ayude a crecer en “ternura social”.
Hoy necesitamos mucho de la madurez del espíritu, necesitamos ancianos
sabios, maduros en el espíritu.
Catequesis sobre la vejez 6. “Honra a tu padre y a tu madre”: el amor por la vida vivida
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, con la ayuda de la Palabra de Dios que hemos escuchado, abrimos un pasaje a través de la fragilidad de la edad anciana, marcada de forma especial por las experiencias del desconcierto y del desánimo, de la pérdida y del abandono, de la desilusión y la duda. Naturalmente, las experiencias de nuestra fragilidad, frente a las situaciones dramáticas —a veces trágicas— de la vida, pueden suceder en todo tiempo de la existencia. Sin embargo, en la edad anciana estas pueden suscitar menos impresión e inducir en los otros una especie de hábito, incluso de molestia.  Cuántas veces hemos escuchado o hemos pensando: “Los ancianos molestan”; lo hemos dicho, lo hemos pensando… Las heridas más graves de la infancia y de la juventud provocan, justamente, un sentido de injusticia y de rebelión, una fuerza de reacción y de lucha. En cambio, las heridas, también graves, de la edad anciana están acompañadas, inevitablemente, por la sensación de que, sea como sea, la vida no se contradice, porque ya ha sido vivida. Y así los ancianos son un poco alejados también de nuestra experiencia: queremos alejarlos.
En la común experiencia humana, el amor  —como se dice—  es descendiente: no vuelve sobre la vida que está detrás de las espaldas con la misma fuerza con la que se derrama sobre la vida que está todavía delante. La gratuidad del amor aparece también en esto: los padres lo saben desde siempre, los ancianos lo aprenden pronto. A pesar de eso, la revelación abre un camino para una restitución diferente del amor: es el camino de honrar a quien nos ha precedido. El camino de honrar a las personas que nos han precedido empieza aquí: honrar a los ancianos.
Este amor especial que se abre el camino en la forma del honor  —es decir, ternura y respeto al mismo tiempo— destinado a la edad anciana está sellado por el mandamiento de Dios. «Honrar al padre y a la madre» es un compromiso solemne, el primero de la “segunda tabla” de los diez mandamientos. No se trata solamente del propio padre y de la propia madre. Se trata de la generación y de las generaciones que preceden, cuya despedida también puede ser lenta y prolongada, creando un tiempo y un espacio de convivencia de larga duración con las otras edades de la vida. En otras palabras, se trata de la vejez de la vida.
Honor es una buena palabra para enmarcar este ámbito de restitución del amor que concierne a la edad anciana. Es decir, nosotros hemos recibido el amor de los padres, de los abuelos y ahora nosotros les devolvemos este amor a ellos, a los ancianos, a los abuelos. Nosotros hoy hemos descubierto el término “dignidad”, para indicar el valor del respeto y del cuidado de la vida de todos. Dignidad, aquí, equivale sustancialmente al honor: honrar al padre y a la madre, honrar a los ancianos y reconocer la dignidad que tienen.
Pensemos bien en esta bonita declinación del amor que es el honor. El cuidado mismo del enfermo, el apoyo a quien no es autosuficiente, la garantía del sustento, pueden carecer de honor. El honor desaparece cuando el exceso de confianza, en vez de declinarse como delicadeza y afecto, ternura y respeto, se convierte en rudeza y prevaricación. Cuando la debilidad es reprochada, e incluso castigada, como si fuera una culpa. Cuando el desconcierto y la confusión se convierten en un resquicio para la burla y la agresividad. Puede suceder incluso entre las paredes domésticas, en las residencias, como también en las oficinas o en los espacios abiertos de la ciudad. Fomentar en los jóvenes, también indirectamente, una actitud de suficiencia —e incluso de desprecio—  hacia la edad anciana, sus debilidades y su precariedad, produce cosas horribles. Abre el camino a excesos inimaginables. Los chicos que queman la manta de un “vagabundo”  —lo hemos visto—, porque lo ven como un desecho humano, son la punta del iceberg, es decir, del desprecio por una vida que, lejos de las atracciones y de las pulsiones de la juventud, aparece ya como una vida de descarte. Muchas veces pensamos que los ancianos son el descarte o los ponemos nosotros en el descarte; se desprecia a los ancianos y se descartan de la vida, dejándoles de lado.
Este desprecio, que deshonra al anciano, en realidad nos deshonra a todos nosotros. Si yo deshonro al anciano me deshonro a mí mismo. El pasaje del Libro del Eclesiástico, escuchado al inicio, es justamente duro en relación con este deshonor, que clama venganza a los ojos de Dios. Existe un pasaje, en la historia de Noé, muy expresivo en relación con esto. El viejo Noé, héroe del diluvio y todavía gran trabajador, yace descompuesto después de haber bebido algún vaso de más.  Ya es anciano, pero ha bebido demasiado. Los hijos, por no hacerle despertar en la vergüenza, lo cubren con delicadeza, con la mirada baja, con gran respeto. Este texto es muy bonito y dice todo del honor debido al anciano; cubrir las debilidades del anciano, para no avergonzarlo, es un texto que nos ayuda mucho.  
No obstante todas las providencias materiales que las sociedades más ricas y organizadas ponen a disposición de la vejez  —de las cuales podemos ciertamente estar orgullosos—, la lucha por la restitución de esa forma especial de amor que es el honor, me parece todavía frágil e inmadura. Debemos hacer de todo, sostenerla y animarla, ofreciendo mejor apoyo social y cultural a aquellos que son sensibles a esta decisiva forma de “civilización del amor”. Y sobre esto, me permito aconsejar a los padres: por favor, acercad a los hijos, a los niños, a los hijos jóvenes a los ancianos, acercarles siempre. Y cuando el anciano está enfermo, un poco fuera de sí, acercarles siempre: que sepan que esta es nuestra carne, que esto es lo que ha hecho que nosotros estemos aquí ahora. Por favor, no alejar a los ancianos. Y si no hay otra posibilidad que enviarlos a una residencia, por favor, id a visitarlos y llevad a los niños a verlos: son el honor de nuestra civilización, los ancianos que han abierto las puertas. Y muchas veces, los hijos se olvidan de esto. Os digo una cosa personal: a mí me gustaba en Buenos Aires, visitar las residencias de ancianos. Iba a menudo y visitaba a cada uno. Recuerdo una vez que pregunté a una señora: “¿Usted cuántos hijos tiene?” — “Tengo cuatro, todos casados, con nietos”. Y empezó a hablarme de la familia. “¿Y ellos vienen?” — “¡Sí, vienen siempre!”. Cuando salí de la habitación la enfermera, que había escuchado, me dijo: “Padre, ha dicho una mentira para cubrir a sus hijos. ¡Desde hace seis meses no viene nadie!”. Esto es descartar a los ancianos, es pensar que los ancianos son material de descarte. Por favor, es un pecado grave. Este es el primer gran mandamiento, y el único que indica el premio: “Honra al padre y a la madre y tendrás vida larga en la tierra”. Este mandamiento de honrar a los ancianos nos da una bendición, que se manifiesta de esta manera: “Tendrás larga vida”. Por favor, custodiad a los ancianos. Y si pierden la cabeza, custodiadlos también porque son la presencia de la historia, la presencia de mi familia, y gracias a ellos yo estoy aquí, lo podemos decir todos: gracias a ti, abuelo y abuela, yo estoy vivo. Por favor, no los dejéis solos. Y esto, de custodiar a los ancianos, no es una cuestión de cosméticos ni de cirugía plástica, no. Más bien es una cuestión de honor, que debe transformar la educación de los jóvenes respecto a la vida y a sus fases. El amor por lo humano que nos es común, e incluye el honor por la vida vivida, no es una cuestión de ancianos. Más bien, es una ambición que iluminará a la juventud que hereda sus mejores cualidades. La sabiduría del Espíritu de Dios nos conceda abrir el horizonte de esta auténtica revolución cultural con la energía necesaria.
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 Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Retomamos hoy nuestras catequesis sobre la ancianidad y, con la ayuda de la Palabra de Dios, reflexionamos sobre lo que significa “honra a tu padre y a tu madre”. Este mandamiento no se refiere solamente a los padres biológicos, sino al respeto y el cuidado que se debe procurar a las generaciones que nos preceden, es decir, a todas las personas mayores. Además, consideremos que no se trata sólo de “honrar” a los ancianos cubriendo sus necesidades materiales sino, sobre todo, de “honrarlos” —de “dignificarlos”— con el amor, con la cercanía y con la escucha.
Muchas veces, lamentablemente, los ancianos son objeto de burlas, incomprensiones y desprecios. Incluso, llegan a ser víctimas de la violencia, pues se los considera material de descarte. Por eso, es importante que transmitamos a las jóvenes generaciones que el amor a la vida hay que manifestarlo siempre, en todas sus etapas, desde la concepción hasta su fin natural, e incluye de modo especial honrar la vida vivida por nuestros mayores y honrarla con ternura y con respeto.
Catequesis sobre la vejez 7. Noemí, la alianza entre las generaciones que abre al futuro
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
Hoy seguimos reflexionando sobre los ancianos, sobre los abuelos, sobre la vejez, parece fea la palabra, pero no, ¡los acianos son geniales, son bellos! Y hoy nos dejaremos inspirar por el espléndido libro de Rut, una joya de la Biblia. La parábola de Rut ilumina la belleza de los vínculos familiares: generados por la relación de pareja, pero que van más allá del vínculo de pareja. Vínculos de amor capaces de ser igualmente fuertes, en los cuales se irradia la perfección de ese poliedro de los afectos fundamentales que forman la gramática familiar del amor. Esta gramática lleva savia vital y sabiduría generativa en el conjunto de las relaciones que edifican la comunidad. Respecto al Cantar de los Cantares, el libro de Rut es como la otra cara del díptico del amor nupcial. Igualmente importante, igualmente esencial, celebra el poder y la poesía que deben habitar los vínculos de generación, parentesco, entrega, fidelidad que envuelven a toda la constelación familiar. Y que se vuelven incluso capaces, en las coyunturas dramáticas de la vida de pareja, de llevar una fuerza de amor inimaginable, capaz de relanzar la esperanza y el futuro.
Sabemos que los lugares comunes sobre vínculos de parentela creados por el matrimonio, sobre todo el de la suegra, ese vínculo entre suegra y nuera, hablan contra esta perspectiva. Pero, precisamente por esto, la palabra de Dios se vuelve valiosa. La inspiración de la fe sabe abrir un horizonte de testimonio contra los prejuicios más comunes, un horizonte valioso para toda la comunidad humana. ¡Os invito a redescubrir el libro de Rut! Especialmente en la meditación sobre el amor y en la catequesis sobre la familia.
Este pequeño libro contiene también una valiosa enseñanza sobre la alianza de las generaciones: donde la juventud se revela capaz de dar de nuevo entusiasmo a la edad madura —esto es esencial: cuando la juventud da de nuevo entusiasmo a los ancianos—, donde la vejez se descubre capaz de reabrir el futuro para la juventud herida. En un primer momento, la anciana Noemí, si bien conmovida por el afecto de las nueras, que quedan viudas de sus dos hijos, se muestra pesimista sobre su destino dentro de un pueblo que no es el de ellas. Por eso anima afectuosamente a las jóvenes mujeres a volver a sus familias para rehacerse una vida —eran jóvenes estas mujeres viudas—. Dice: “No puedo hacer nada por vosotras”. Ya esto se muestra como un acto de amor: la mujer anciana, sin marido y ya sin hijos, insiste para que las nueras la abandonen. Pero también es una especie de resignación: no hay futuro posible para las viudas extranjeras, privadas de la protección del marido. Rut sabe esto y resiste a esta oferta generosa, no quiere volver a su casa. El vínculo que se ha establecido entre suegra y nuera ha sido bendecido por Dios: Noemí no puede pedir que la abandone. En un primer momento, Noemí aparece más resignada que feliz de esta oferta: quizá piensa que este extraño vínculo agravará el riesgo para ambas. En ciertos casos, la tendencia de los ancianos al pesimismo necesita ser contrarrestada por la presión afectuosa de los jóvenes.
De hecho, Noemí, conmovida por la entrega de Rut, saldrá de su pesimismo e incluso tomará la iniciativa, abriendo para Rut un nuevo futuro. Instruye y anima a Rut, viuda de su hijo, a conquistar un nuevo marido en Israel. Booz, el candidato, muestra su nobleza, defendiendo a Rut de los hombres que trabajan para él. Lamentablemente, es un riesgo que se verifica también hoy.
El nuevo matrimonio de Rut se celebra y los mundos son de nuevo pacificados. Las mujeres de Israel dicen a Noemí que Rut, la extranjera, vale “más que siete hijos” y que ese matrimonio será una “bendición del Señor”. Noemí, que estaba llena de amargura y decía también que su nombre es amargura, en su vejez conocerá la alegría de tener una parte en la generación de un nuevo nacimiento. ¡Mirad cuántos “milagros” acompañan la conversión de esta anciana mujer! Ella se convierte al compromiso de volverse disponible, con amor, por el futuro de una generación herida por la pérdida y con el riesgo de abandono. Los frentes de la recomposición son los mismos que, en base a las probabilidades trazadas por los prejuicios del sentido común, deberían generar fracturas insuperables. Sin embargo, la fe y el amor consienten superarlos: la suegra supera los celos por el propio hijo, amando el nuevo vínculo de Rut; las mujeres de Israel superan la desconfianza por el extranjero (y si lo hacen las mujeres, todos lo harán); la vulnerabilidad de la mujer sola, frente al poder del hombre, es reconciliada con un vínculo lleno de amor y de respeto.
Y todo ello porque la joven Rut se ha empeñado en ser fiel a un vínculo expuesto al prejuicio étnico y religioso. Y retomo lo que he dicho al principio, hoy la suegra es un personaje mítico, la suegra no digo que la pensamos como el diablo pero siempre se piensa en ella como una figura mala. Pero la suegra es la madre de tu marido, es la madre de tu mujer. Pensemos hoy en este sentimiento un poco difundido de que la suegra cuanto más lejos mejor. ¡No! Es madre, es anciana. Una de las cosas más bonitas de las abuelas es ver a los nietos, cuando los hijos tienen hijos, reviven. Mirad bien la relación que vosotros tenéis con vuestras suegras: a veces son un poco especiales, pero te han dado la maternidad del cónyuge, te han dado todo. Al menos hay que hacerlas felices, para que lleven adelante su vejez con felicidad. Y si tienen algún defecto hay que ayudarlas a corregirse. También a vosotras suegras os digo: estad atentas a la lengua, porque la lengua es uno de los pecados más malos de las suegras, estad atentas. Y Rut en este libro acepta a la suegra y la hace revivir y la anciana Noemí asume la iniciativa de reabrir el futuro para Rut, en lugar de limitarse a disfrutar de su apoyo. Si los jóvenes se abren a la gratitud por lo recibido y los ancianos toman la iniciativa de relanzar su futuro, ¡nada podrá detener el florecimiento de las bendiciones de Dios entre los pueblos! Por favor, que los jóvenes hablen con los abuelos, que los jóvenes hablen con los ancianos, que los ancianos hablen con los jóvenes. Este puente debemos restablecerlo fuerte, hay ahí una corriente de salvación, de felicidad. Que el Señor nos ayude, haciendo esto, a crecer en armonía en las familias, esa armonía constructiva que va de los ancianos a los más jóvenes, ese bonito puente que nosotros debemos custodiar y cuidar.
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Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy encontramos inspiración para nuestra catequesis sobre los ancianos en el libro de Rut y en la enseñanza que nos da sobre la alianza entre las generaciones. En él, la joven Rut demuestra ser capaz de volver a entusiasmar a la anciana Noemí, y esta recupera la fuerza para hacer que en la joven renazca una nueva esperanza de futuro.
Noemí, cuando mueren sus hijos, se siente incapaz de aportar algo a las jóvenes nueras que han quedado viudas y, de forma generosa y altruista, las invita a volver a sus hogares para rehacer sus vidas con los suyos. Pero Rut se niega a abandonarla. De ese modo, el inicial pesimismo de Noemí es vencido por la fidelidad de Rut, hasta el punto de que Noemí toma la iniciativa y la anima a encontrar marido en Israel.
En esta historia vemos muchos elementos de conflicto que se van pacificando: el hecho de ser mujeres y estar solas, además de su condición de extranjeras las hace vulnerables, pero el amor y el valor que se dan recíprocamente supera las dificultades. Y es así que Noemí, cuando nace el hijo de Rut y Booz, puede ver el futuro con esperanza.

Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 4 de mayo de 2022 Octava Catequesis sobre los adultos mayores

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En el camino de estas catequesis sobre la vejez, hoy encontramos un personaje bíblico
– un anciano – de nombre Eleazar, que vivió en los tiempos de la persecución de
Antíoco Epífanes. Es una buena figura. Su figura nos entrega un testimonio de la
relación especial existe entre la fidelidad de la vejez y el honor de la fe. ¡Es un
valiente! Quisiera hablar precisamente del honor de la fe, no sólo de la coherencia, del
anuncio, de la resistencia de la fe. El honor de la fe se encuentra periódicamente bajo
la presión, incluso violenta, de la cultura de los dominadores, que intenta envilecerla
tratándola como un hallazgo arqueológico o vieja superstición, terquedad anacrónica,
etc.
La historia bíblica – hemos escuchado un pequeño pasaje, pero que es bueno leerlo-
narra el episodio de los judíos obligados por un decreto del rey a comer carnes
sacrificadas a los ídolos. Cuando es el turno de Eleazar, que era un anciano de noventa
años muy estimado por todos y con autoridad, los oficiales del rey le aconsejan que
haga una simulación, es decir que finja comer la carne sin hacerlo realmente.
Hipocresía religiosa, hay tanta hipocresía religiosa, hipocresía clerical. Estos le dicen
“Pero haz un poco el hipócrita, nadie se da cuenta”. Así Eleazar se habría salvado y –
decían aquellos – en nombre de la amistad habría aceptado un gesto de compasión y
de afecto. Después de todo – insistían – se trataba de un gesto mínimo, fingir comer
pero no comer, un gesto insignificante.
Es poca cosa, pero la respuesta tranquila y firme de Eleazar se basa en un argumento
que nos llama la atención. El punto central es este: deshonrar la fe en la vejez, para
ganar unos cuantos días, no es comparable con la herencia que ésta debe dejar a los
jóvenes, a enteras generaciones futuras. ¿Qué bueno este Eleazar! Un anciano que ha
vivido en la coherencia de la propia fe durante toda la vida, y ahora se adapta a fingir
un repudio, condena a la nueva generación a pensar que toda la fe haya sido una
ficción, una cubierta exterior que se puede abandonar pensando que se puede
conservar en la propia intimidad. Y no es así, dice Eleazar. Tal comportamiento no
honra la fe, ni siquiera frente a Dios. Y el efecto de esa banalización exterior será
devastador para la interioridad de los jóvenes. ¡Qué coherencia de este hombre que
piensa en los jóvenes, piensa en la herencia, piensa en su pueblo!
Es precisamente la vejez – y esto es bueno para los ancianos – la que aparece aquí
como el lugar decisivo, el lugar insustituible de este testimonio. Un anciano que, a
causa de su vulnerabilidad, aceptara considerar irrelevante la práctica de la fe, haría
creer a los jóvenes que la fe no tiene ninguna relación real con la vida. Les parecería,
desde su inicio, como un conjunto de comportamientos que, si es necesario, pueden ser
simulados o disimulados, porque ninguno de ellos es tan importante como la vida.

La antigua gnosis heterodoxa, que fue una insidia muy poderosa y muy seductora para
el cristianismo de los primeros siglos, teorizaba precisamente sobre esto, es una cosa
vieja esta: que la fe es una espiritualidad, no una práctica, una fuerza de la mente, no
una forma de vida. La fidelidad y el honor de la fe, según esta herejía, no tiene nada
que ver con los comportamientos de la vida, las instituciones de la comunidad, los
símbolos del cuerpo. La seducción de esta perspectiva es fuerte, a su manera, una
verdad indiscutible: que la fe nunca se puede reducir a un conjunto de normas
alimenticias o de prácticas sociales. La fe es otra cosa. El problema es que la
radicalización gnóstica de esta verdad anula el realismo de la fe cristiana, porque la fe
cristiana es realista, la fe cristiana no es solamente decir el Credo. Sin embargo esta
propuesta gnóstica es un fingir, lo importante es que tú dentro tengas la espiritualidad
y después puedes hacer lo que quieras. Y esto no es cristiano. Es la primera herejía de
los gnósticos, que está muy de moda aquí, en este momento, en tantos centros de
espiritualidad, etc. Y vacía el testimonio de esta gente, que muestra los signos
concretos de Dios en la vida de la comunidad y resiste a las perversiones de la mente a
través de los gestos del cuerpo.
La tentación gnóstica que es una de las – digamos la palabra – herejías, una de las
desviaciones religiosas de este tiempo, la tentación gnóstica siempre permanece actual.
En muchas tendencias de nuestra sociedad y de nuestra cultura, la práctica de la fe
sufre una representación negativa, a veces en forma de ironía cultural, a veces con una
marginación oculta. La práctica de la fe para estos gnósticos que ya estaban en la
época de Jesús, es considerada como una exterioridad inútil e incluso nociva, como un
residuo anticuado, como una superstición enmascarada. En resumen, una cosa para
los viejos. La presión que esta crítica indiscriminada ejerce en las jóvenes generaciones
es fuerte. Cierto, sabemos que la práctica de la fe puede convertirse en una
exterioridad sin alma – este es el peligro contrario -, pero en sí misma no lo es en
absoluto. Quizás nos corresponde precisamente a nosotros, a los ancianos, una misión
muy importante: devolver a la fe su honor, hacerla coherente que es el testimonio de
Eleazar, la coherencia hasta el final. La práctica de la fe no es el símbolo de nuestra
debilidad, sino más bien el signo de su fuerza. Ya no somos niños ¡No bromeamos
cuando nos pusimos en el camino del Señor!
La fe merece respeto y honor hasta el final: nos ha cambiado la vida, nos ha purificado
la mente, nos ha enseñado la adoración de Dios y el amor al prójimo. ¡Es una
bendición para todos! Pero toda la fe, no una parte. No cambiaremos la fe por unos
cuantos días tranquilos, sino que haremos como Eleazar, coherente hasta el final, hasta
el martirio. Demostraremos, con mucha humildad y firmeza, precisamente en nuestra
vejez, que creer no es algo “de viejos” sino que es algo de vida. Creer en el Espíritu
Santo, que hace nuevas todas las cosas, y Él con gusto nos ayudará.
Queridos hermanos y hermanas ancianos, por no decir viejos – estamos en el mismo
grupo – miremos, por favor, a los jóvenes. Ellos nos miran, no olvidemos esto. Me
viene a la mente una película de la posguerra: “Los niños nos miran”. Nosotros
podemos decir lo mismo con los jóvenes: los jóvenes nos miran y nuestra coherencia
puede abrirles un camino de vida bellísimo. Sin embargo, una eventual hipocresía hará

mucho mal. Recemos los unos por los otros. ¡Qué Dios nos bendiga a todos nosotros
ancianos!
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Ideas a remarcar
Hay una relación especial entre la fidelidad en la vejez y la fe que transmitimos
El peligro mayor es la hipocresía (simulación) en la fe
El anciano es vulnerable, por eso en esta etapa, el testimonio es más fuerte
La fe es despreciada como “cosa de viejos”, este es el mensaje en el mundo
Debemos demostrar con humildad y firmeza que no es “cosa de viejos” con la
coherencia de nuestra fe y nuestra vida
Nos corresponde a los ancianos devolver el honor a la fe, honrar la fe 
Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 11 de mayo de 2022 Novena Catequesis sobre los Adultos Mayores

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Hoy hablaremos de Judit, una heroína bíblica. La conclusión del libro que lleva su
nombre – hemos escuchado un pasaje – sintetiza la última parte de la vida de esta
mujer, que defendió a Israel de sus enemigos. Judit es una joven y virtuosa viuda judía
que gracias a su fe, a su belleza y a su astucia, salva la ciudad de Betulia y al pueblo de
Judá del asedio de Helofermes, general de Nabucodonosor rey de Asiria, enemigo
prepotente y despectivo de Dios. Y así con su forma astuta de actuar, es capaz de
degollar al dictador que estaba contra el país. Era valiente, esta mujer, pero tenía fe.
Después de la gran aventura que la ve como protagonista, Judit vuelve a su ciudad,
Betulia, donde vive una buena vejez hasta los ciento cinco años. Había llegado para
ella el tiempo de la vejez como llega para muchas personas a veces después de una
vida de trabajo, a veces después de una existencia llena de peripecias o de gran
entrega. El heroísmo no es solamente el de los grandes eventos que caen bajo los
focos, por ejemplo el de Judit de haber asesinado al dictador, sino que a menudo el
heroísmo se encuentra en la tenacidad del amor vertido en una familia difícil y a favor
de la comunidad amenazada.
Judit vivió más de cien años, una bendición particular. Pero no es raro, hoy, tener
muchos años todavía para vivir después de la jubilación. ¿Cómo interpretar, cómo
aprovechar este tiempo que tenemos a disposición? Yo me jubilo hoy, y serán muchos
años y ¿qué puedo hacer, en estos años, cómo puede crecer – en edad va por sí solo –
pero cómo puede crecer en autoridad, en santidad y en sabiduría?.
La perspectiva de la jubilación coincide para muchos con la de un merecido y deseado
descanso de actividades exigentes y fatigosas. Pero sucede también que el final del
trabajo representa una fuente de preocupación y es esperado con algún temor: ¿Qué
haré ahora que mi vida se vaciará de lo que la ha llenado durante tanto tiempo?, esta
es la pregunta. El trabajo cotidiano significa también un conjunto de relaciones, la
satisfacción de ganarse la vida, la experiencia de tener un rol, una merecida
consideración, una jornada completa que va más allá del simple horario de trabajo.
Por supuesto, hay un compromiso gozoso y cansador, de cuidar a los nietos, y hoy los
abuelos tienen un rol muy grande en las familias para ayudar a crecer a los nietos, pero
sabemos que hoy nacen cada vez menos niños, y los padres suelen estar más distantes,
más sujetos a desplazamientos, con situaciones laborales y habitacionales
desfavorables. A veces son aún más reacios a confiar espacios educativos a los
abuelos, concediéndoles solo aquellos estrictamente relacionados con la necesidad de
asistencia. Pero alguien me decía, un poco sonriendo con ironía: “Hoy los abuelos, en
esta situación socio-económica, se han vuelto más importantes, porque tienen la

pensión”. Hay nuevas exigencias, también en el ámbito de las relaciones educativas y
parentales, que nos piden remodelar la alianza tradicional entre las generaciones.
Pero nos preguntamos: ¿hacemos nosotros este esfuerzo por “remodelar”? ¿o
simplemente sufrimos la inercia de las condiciones materiales y económicas? La
convivencia de las generaciones, de hecho, se alarga. ¿Tratamos todos juntos de
hacerlas más humanas, más afectuosas más justas, en las nuevas condiciones de las
sociedades modernas? Para los abuelos una parte importante de su vocación es
sostener a los hijos en la educación de los niños. Los pequeños aprenden la fuerza de
la ternura y el respeto por la fragilidad: lecciones insustituibles, que con los abuelos son
más fáciles de impartir y de recibir. Los abuelos por su parte, aprenden que la ternura y
la fragilidad no son solo signos de la decadencia: para los jóvenes, son pasajes que
hacen humano el futuro.
Judit se quedó viuda pronto y no tiene hijos, pero, como anciana, es capaz de vivir una
época de plenitud y serenidad, con loa consciencia de haber vivido hasta el fondo la
misión que el Señor le había encomendado. Para ella es el tiempo de dejar la herencia
buena de la sabiduría, de la ternura, de los dones para la familia y la comunidad, una
herencia de bien y no solamente de bienes. se piensa en la herencia a veces pensamos
en los bienes, y no en el bien que se ha hecho en la vejez y que ha sido sembrado, ese
bien que es la mejor herencia que nosotros podemos dejar.
Precisamente en su vejez, Judit “concedió la libertad a su sierva preferida”. Esto es
signo de una mirada atenta y humana hacia quien ha estado cerca de ella. Esta sierva
la había acompañado en el momento de esa aventura para vencer al dictador y
degollarlo. Como ancianos se pierde un poco la vista, pero la mirada interior se hace
más penetrante: se ve con el corazón. Uno se vuelve capaz de ver cosas que antes se
le escapaban. Los ancianos saben mirar y saben ver… Es así, el Señor no encomienda
sus talentos solo a los jóvenes y a los fuertes, tiene para todos, a medida de cada uno,
también para los ancianos. La vida de nuestras comunidades debe saber disfrutar de
los talentos y de los carismas de tantos ancianos, que para el registro están ya
jubilados, pero que son una riqueza que hay que valorar. Esto requiere por parte de los
propios ancianos, una atención creativa, una atención nueva, una disponibilidad
generosa. Las habilidades precedentes de la vida activa pierden su parte de
constricción y se vuelven recursos de donación: enseñar, aconsejar, construir, curar,
escuchar… Preferiblemente a favor de lis más desfavorecidos, que no pueden permitirse
ningún aprendizaje y que están abandonados a su soledad.
Judit liberó a su sierva y colmó a todos de atenciones. De joven se había ganado la
estima de la comunidad con su valentía. De anciana lo mereció por la ternura con la
que enriqueció la libertad y los afectos. Judit no es una jubilada que vive
melancólicamente su vacío, es una anciana apasionada que llena de dones el tiempo
que Dios le dona. Yo les pido, tomen uno de estos días la Biblia y tomen el libro de
Judit: es pequeño, se lee fácilmente, son diez páginas, no más. Lean esta historia de
una mujer valiente que termina así, con ternura, con generosidad, una mujer a la
altura. Y así yo quisiera que fueran nuestras abuelas. Todas así: valientes, sabias y que

nos dejen la herencia no del dinero, sino la herencia de la sabiduría, sembrada en sus
nietos.
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Ideas a remarcar
Vivir la etapa de la ancianidad con plenitud y serenidad
Dejar herencia no de bienes sino del testimonio de haber hecho siempre el bien
Vivir el tiempo de la jubilación con ternura y generosidad
Estar dispuestos a compartir con los más jóvenes la riqueza de la sabiduría: enseñar,
aconsejar, curar
Se deben “remodelar” las relaciones entre las generaciones
Faltan 10, 11 12 y 13
Catequesis sobre la vejez 10. Job. La prueba de la fe, la bendición de la espera
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje bíblico que hemos escuchado cierra el Libro de Job, un vértice de la literatura universal. Nosotros encontramos a Job en nuestro camino de catequesis sobre la vejez: lo encontramos como testigo de la fe que no acepta una “caricatura” de Dios, sino que grita su protesta frente al mal, para que Dios responda y revele su rostro. Y Dios al final responde, como siempre de forma sorprendente: muestra a Job su gloria pero sin aplastarlo, es más, con soberana ternura, como hace Dios, siempre, con ternura. Es necesario leer bien las páginas de este libro, sin prejuicios, sin clichés, para captar la fuerza del grito de Job. Nos hará bien ponernos en su escuela, para vencer la tentación del moralismo ante la exasperación y el abatimiento por el dolor de haberlo perdido todo.
En este pasaje conclusivo del libro —nosotros recordamos la historia, Job que pierde todo en la vida, pierde las riquezas, pierde la familia, pierde al hijo y pierde también la salud y se queda ahí, herido, en diálogo con tres amigos, después un cuarto, que vienen a saludarlo: esta es la historia— y en este pasaje de hoy, el pasaje conclusivo del libro, cuando finalmente Dios toma la palabra (y este diálogo de Job con sus amigos es como un camino para llegar al momento que Dios da su palabra) Job es alabado porque ha comprendido el misterio de la ternura de Dios escondida detrás de su silencio. Dios reprende a los amigos de Job que suponían que sabían todo, sabían de Dios y del dolor y, habiendo venido a consolar a Job, terminaron juzgándolo con sus esquemas preconcebidos. ¡Dios nos guarde de este pietismo hipócrita y presuntuoso! Dios nos guarde de esa religiosidad moralista y de esa religiosidad de preceptos que nos da una cierta presunción y lleva al fariseísmo y a la hipocresía.
Así se expresa el Señor respecto a ellos. Dice el Señor: «Mi ira se ha encendido contra [vosotros] […], porque no habéis hablado con verdad de mí, como mi siervo Job. […]: esto es lo que dice el Señor a los amigos de Job. «Mi siervo Job intercederá por vosotros y, en atención a él, no os castigaré por no haber hablado con verdad de mí, como mi siervo Job» (42,7-8). La declaración de Dios nos sorprende, porque hemos leído las páginas encendidas de la protesta de Job, que nos han dejado consternados. Sin embargo —dice el Señor— Job habló bien, también cuando estaba enfadado e incluso enfadado contra Dios, pero habló bien, porque se negó a aceptar que Dios es un “Perseguidor”, Dios es otra cosa. Y como recompensa, Dios le devuelve a Job el doble de todos sus bienes, después de pedirle que ore por esos malos amigos suyos.
El punto de inflexión de la conversión de la fe se produce precisamente en el culmen del desahogo de Job, donde dice: «Yo sé que vive mi redentor, que se alzará el último sobre el polvo, que después que me dejen sin piel, ya sin carne, veré a Dios. Sí, seré yo quien lo veré, mis ojos lo verán, que no un extraño» (19,25-27). Este pasaje es bellísimo. A mí me viene a la mente el final de ese oratorio genial de Haendel, el Mesías, después de esa fiesta del Aleluya lentamente el soprano canta este pasaje: “Yo sé que mi Redentor vive”, con paz. Y así, después de toda esa cosa de dolor y de alegría de Job, la voz del Señor es otra cosa. “Yo sé que mi Redentor vive”: es algo bellísimo. Podemos interpretarlo así: “Mi Dios, yo sé que Tú no eres el Perseguidor. Mi Dios vendrá y me hará justicia”. Es la fe sencilla en la resurrección de Dios, la fe sencilla en Jesucristo, la fe sencilla que el Señor siempre nos espera y vendrá.
La parábola del libro de Job representa de forma dramática y ejemplar lo que en la vida sucede realmente. Es decir que sobre una persona, sobre una familia o sobre un pueblo se abaten pruebas demasiado pesadas, pruebas desproporcionadas respecto a la pequeñez y fragilidad humana. En la vida a menudo, come se dice, “llueve sobre mojado”. Y algunas personas se ven abrumadas por una suma de males que parece verdaderamente excesiva e injusta. Y muchas personas son así.
Todos hemos conocido personas así. Nos ha impresionado su grito, pero a menudo nos hemos quedado también admirados frente a la firmeza de su fe y de su amor en su silencio. Pienso en los padres de niños con graves discapacidades, o en quien vive una enfermedad permanente o al familiar que está al lado… Situaciones a menudo agravadas por la escasez de recursos económicos. En ciertas coyunturas de la historia, este cúmulo de pesos parecen darse como una cita colectiva. Es lo que ha sucedido en estos años con la pandemia del Covid-19 y lo que está sucediendo ahora con la guerra en Ucrania.
¿Podemos justificar estos “excesos” como una racionalidad superior de la naturaleza y de la historia? ¿Podemos bendecirlos religiosamente como respuesta justificada a las culpas de las víctimas, que se lo han merecido? No, no podemos. Existe una especie de derecho de la víctima a la protesta, en relación con el misterio del mal, derecho que Dios concede a cualquiera, es más, que Él mismo, después de todo, inspira. A veces yo encuentro gente que se me acerca y me dice: “Pero, Padre, yo he protestado contra Dios porque tengo este problema, ese otro…”. Pero, sabes, que la protesta es una forma de oración, cuando se hace así. Cuando los niños, los chicos protestan contra los padres, es una forma de llamar su atención y pedir que les cuiden. Si tú tienes en el corazón alguna llaga, algún dolor y quieres protestar, protesta también contra Dios, Dios te escucha, Dios es Padre, Dios no se asusta de nuestra oración de protesta, ¡no! Dios entiende. Pero sé libre, sé libre en tu oración, ¡no encarceles tu oración en los esquemas preconcebidos! La oración debe ser así, espontánea, como esa de un hijo con el padre, que le dice todo lo que le viene a la boca porque sabe que el padre lo entiende. El “silencio” de Dios, en el primer momento del drama, significa esto. Dios no va a rehuir la confrontación, pero al principio deja a Job el desahogo de su protesta, y Dios escucha. Quizás, a veces, deberíamos aprender de Dios este respeto y esta ternura. Y a Dios no le gusta esa enciclopedia —llamémosla así— de explicaciones, de reflexiones que hacen los amigos de Job. Eso es zumo de lengua, que no es adecuado: es esa religiosidad que explica todo, pero el corazón permanece frío. A Dios no le gusta esto. Le gusta más la protesta de Job o el silencio de Job.
La profesión de fe de Job —que emerge precisamente en su incesante llamamiento a Dios, a una justicia suprema— se completa al final con la experiencia casi mística, diría yo, que le hace decir: «Yo te conocía solo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (42,5). ¡Cuánta gente, cuántos de nosotros después de una experiencia un poco mala, un poco oscura, da el paso y conoce a Dios mejor que antes! Y podemos decir, como Job: “Yo te conocía de oídas, mas ahora te han visto mis ojos, porque te he encontrado”. Este testimonio es particularmente creíble si la vejez se hace cargo, en su progresiva fragilidad y pérdida. ¡Los ancianos han visto muchas en la vida! Y han visto también la inconsistencia de las promesas de los hombres. Hombres de ley, hombres de ciencia, hombres de religión incluso, que confunden al perseguidor con la víctima, imputando a esta la responsabilidad plena del propio dolor. ¡Se equivocan!
Los ancianos que encuentran el camino de este testimonio, que convierte el resentimiento por la pérdida en la tenacidad por la espera de la promesa de Dios —hay un cambio, del resentimiento por la pérdida hacia una tenacidad para seguir la promesa de Dios—, estos ancianos son un presidio insustituible para la comunidad en el afrontar el exceso del mal. La mirada de los creyentes que se dirige al Crucificado aprende precisamente esto. Que podamos aprenderlo también nosotros, de tantos abuelos y abuelas, de tantos ancianos que, como María, unen su oración, a veces desgarradora, a la del Hijo de Dios que en la cruz se abandona al Padre. Miremos a los ancianos, miremos a los viejos, las viejas, las viejitas; mirémoslos con amor, miremos su experiencia personal. Ellos han sufrido mucho en la vida, han aprendido mucho en la vida, han pasado muchas, pero al final tienen esta paz, una paz —yo diría— casi mística, es decir la paz del encuentro con Dios, tanto que pueden decir “Yo te conocía de oídas, mas ahora te han visto mis ojos”. Estos viejos se parecen a esa paz del Hijo de Dios en la cruz que se abandona al Padre.
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Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
La catequesis de hoy sobre la ancianidad nos presenta la figura de Job, que gritaba de dolor y le pedía a Dios una respuesta que diera sentido a las numerosas desgracias y humillaciones que padecía en su vida. De ese clamor incesante surgió su conversión y su profesión de fe, ya que Dios le dio a conocer su verdadero rostro. Job, por tanto, obtuvo una respuesta, y fue bendecido con una larga ancianidad, porque se dejó transformar por el misterio de la ternura de Dios, que muchas veces se esconde en el silencio.
La historia de Job ejemplifica la vida de tantas personas, familias y pueblos marcados por el sufrimiento. Su dolor nos interpela, y nos admira la firmeza de su fe y de su amor. Así también los ancianos —que ya han atravesado muchas pruebas a lo largo de su vida—, cuando saben convertir el dolor por las pérdidas en espera confiada de las promesas de Dios, son un testimonio y un tesoro insustituible para que la comunidad pueda aprender a afrontar las dificultades y el exceso de mal.
Catequesis sobre la vejez 11. Cohélet: la noche incierta del sentido y de las cosas de la vida
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestra reflexión sobre la vejez —seguimos reflexionando sobre la vejez—, hoy nos confrontamos con el Libro del Eclesiastés o Cohélet, otra joya que encontramos en la Biblia. En una primera lectura este breve libro impresiona y deja desconcertado por su famoso estribillo: «Todo es vanidad», todo es vanidad: el estribillo que va y viene; todo es vanidad, todo es “niebla”, todo es “humo”, todo está “vacío”. Sorprende encontrar estas expresiones, que cuestionan el sentido de la existencia, dentro de la Sagrada Escritura. En realidad, la oscilación continua de Cohélet entre el sentido y el sinsentido es la representación irónica de un conocimiento de la vida que se desprende de la pasión por la justicia, de la que el juicio de Dios es garante. Y la conclusión del Libro indica el camino para salir de la prueba: «Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal» (12,13). Este es el consejo para resolver este problema.
Frente a una realidad que, en ciertos momentos, nos parece acoger todos los contrarios, reservándoles el mismo destino, que es el de acabar en la nada, el camino de la indiferencia puede parecernos también a nosotros el único remedio para una dolorosa desilusión. Preguntas como estas surgen en nosotros: ¿Acaso nuestros esfuerzos han cambiado el mundo? ¿Acaso alguien es capaz de hacer valer la diferencia entre lo justo y lo injusto? Parece que todo esto es inútil: ¿por qué hacer tantos esfuerzos?
Es una especie de intuición negativa que puede presentarse en cada etapa de la vida, pero no cabe duda de que la vejez hace casi inevitable este encuentro con el desencanto.  El desencanto, en la vejez, viene. Y por tanto, la resistencia de la vejez a los efectos desmoralizantes de este desencanto es decisiva: si los ancianos, que ya han visto de todo, conservan intacta su pasión por la justicia, entonces hay esperanza para el amor, y también para la fe. Y para el mundo contemporáneo se ha vuelto crucial el paso a través de esta crisis, crisis saludable, ¿por qué? Porque una cultura que presume de medir todo y manipular todo termina por producir también una desmoralización colectiva del sentido, una desmoralización del amor, una desmoralización también del bien.
Esta desmoralización nos quita el deseo de hacer. Una presunta “verdad”, que se limita a registrar el mundo, registra también su indiferencia hacia los opuestos y los entrega, sin redención, al fluir del tiempo y al destino de la nada. De esta forma —revestida de cientificidad, pero también muy insensible y muy amoral— la búsqueda moderna de la verdad se ha visto tentada a despedirse totalmente de la pasión por la justicia. Ya no cree en su destino, en su promesa, en su redención.
Para nuestra cultura moderna, que al conocimiento exacto de las cosas quisiera entregar prácticamente todo, la aparición de esta nueva razón cínica —que suma conocimiento e irresponsabilidad— es un contragolpe muy duro. De hecho, el conocimiento que nos exime de la moralidad, al principio parece una fuente de libertad, de energía, pero pronto se convierte en una parálisis del alma.
Cohélet, con su ironía, desenmascara esta tentación fatal de una omnipotencia del saber —un “delirio de omnisciencia” — que genera una impotencia de la voluntad. Los monjes de la más antigua tradición cristiana habían identificado con precisión esta enfermedad del alma, que de pronto descubre la vanidad del conocimiento sin fe y sin moral, la ilusión de la verdad sin justicia. La llamaban “acedia”. Y esta es una de las tentaciones de todos, también de los ancianos, es de todos. No es simplemente pereza: no, es más. No es simplemente depresión: no. Más bien, la acedia es la rendición al conocimiento del mundo sin más pasión por la justicia y la acción consecuente.
El vacío de sentido y de fuerzas abierto por este saber, que rechaza toda responsabilidad ética y todo afecto por el bien real, no es inofensivo. No solamente le quita las fuerzas a la voluntad del bien: por contragolpe, abre la puerta a la agresividad de las fuerzas del mal. Son las fuerzas de una razón enloquecida, que se vuelve cínica por un exceso de ideología. De hecho, con todo nuestro progreso, con todo nuestro bienestar, nos hemos convertido verdaderamente en una “sociedad del cansancio”. Pensad un poco en esto: ¡somos la sociedad del cansancio! Teníamos que producir bienestar generalizado y toleramos un mercado sanitario científicamente selectivo. Teníamos que poner un límite infranqueable a la paz, y vemos sucesión de guerras cada vez más despiadadas contra personas indefensas. La ciencia progresa, naturalmente, y es un bien. Pero la sabiduría de la vida es completamente otra cosa, y parece estancada.
Finalmente, esta razón an-afectiva e ir-responsable también quita sentido y energías al conocimiento de la verdad. No es casualidad que la nuestra sea la época de las fake news, de las supersticiones colectivas y las verdades pseudo-científicas. Es curioso: en esta cultura del saber, de conocer todas las cosas, también de la precisión del saber, se han difundido tantas brujerías, pero brujerías cultas. Es brujería con cierta cultura, pero que te lleva a una vida de superstición: por un lado, para ir adelante con inteligencia en el conocer las cosas hasta las raíces; por otro, el alma que necesita de otra cosa y toma el camino de la superstición y termina en la brujería. La vejez puede aprender de la sabiduría irónica de Cohélet el arte de sacar a la luz el engaño oculto en el delirio de una verdad de la mente desprovista de afectos por la justicia. ¡Los ancianos llenos de sabiduría y humor hacen mucho bien a los jóvenes! Los salvan de la tentación de un conocimiento del mundo triste y sin sabiduría de la vida. Y también, estos ancianos devuelven a los jóvenes a la promesa de Jesús: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados» (Mt 5, 6). Serán ellos los que siembren hambre y sed de justicia en los jóvenes. Ánimo, todos nosotros ancianos: ¡ánimo y adelante! Nosotros tenemos una misión muy grande en el mundo. Pero, por favor, no hay que buscar refugio en este idealismo un poco no concreto, no real, sin raíces, digámoslo claramente: en las brujerías de la vida.
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Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy meditamos sobre el pasaje del libro del Eclesiastés o Cohélet, en el que está la frase: “todo es vanidad y correr tras el viento”, que nos previene del sinsentido que supone un conocimiento separado de la justicia. Los ancianos que, después de haber experimentado tantas cosas en sus vidas, son capaces de conservar intacta la pasión por la justicia, nos enseñan que aún hay esperanza para el amor y para la fe, la que nos protege del desencanto.
En nuestro mundo está presente el cinismo de la razón enloquecida, de la razón ideologizada, que se basa solo en la “verdad científica”, sin sensibilidad ni moralidad, es decir, sin pasión por la justicia. Esta razón cínica e irresponsable, paraliza el alma con la tentación de la omnipotencia del saber. Nos hemos convertido en una sociedad del cansancio, pues el progreso y el bienestar carentes de justicia nos han robado las energías para hacer el bien. Por eso, aunque la ciencia avance, la guerra sigue causando estragos. En la antigüedad cristiana se daba a esta vanidad del conocimiento el nombre de acedia. El libro del Eclesiastés nos enseña a desenmascarar el engaño encubierto de las pseudo-verdades de nuestra época, para poder adherir con entusiasmo a la Bienaventuranza que Jesús promete a quienes no pierden nunca el hambre y la sed de justicia.
Catequesis sobre la vejez 12. «No me abandones cuando decae mi vigor» (Sal 71,9)  
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
La hermosa oración del anciano que encontramos en el Salmo 71 que hemos escuchado nos anima a meditar sobre la fuerte tensión que habita la condición de la vejez, cuando la memoria de las fatigas superadas y de las bendiciones recibidas es puesta a prueba de la fe y la esperanza.
La prueba se presenta ya de por sí con la debilidad que acompaña el paso a través de la fragilidad y la vulnerabilidad de la edad avanzada. Y el salmista —un anciano que se dirige al Señor— menciona explícitamente el hecho de que este proceso se convierte en una ocasión de abandono, de engaño y prevaricación y de prepotencia, que a veces se ensaña contra el anciano. Una forma de vileza en la que nos estamos especializando en nuestra sociedad. ¡Es verdad! En esta sociedad del descarte, esta cultura del descarte, los ancianos son dejados de lado y sufren estas cosas. De hecho, no faltan quienes se aprovechan de la edad del anciano, para engañarlo, para intimidarlo de mil maneras. A menudo leemos en los periódicos o escuchamos noticias de personas ancianas que son engañadas sin escrúpulos para apoderarse de sus ahorros; o que quedan desprotegidas o abandonadas sin cuidados; u ofendidas por formas de desprecio e intimidadas para que renuncien a sus derechos. También en las familias —y esto es grave, pero sucede también en las familias— suceden tales crueldades. Los ancianos descartados, abandonados en las residencias, sin que los hijos vayan a visitarles o si van, van pocas veces al año. El anciano puesto en el rincón de la existencia. Y esto sucede: sucede hoy, sucede en las familias, sucede siempre. Debemos reflexionar sobre esto.
Toda la sociedad debe apresurarse a atender a sus ancianos —¡son el tesoro!— cada vez más numerosos, y a menudo también más abandonados. Cuando oímos hablar de ancianos que son despojados de su autonomía, de su seguridad, incluso de su hogar, entendemos que la ambivalencia de la sociedad actual en relación con la edad anciana no es un problema de emergencias puntuales, sino un rasgo de esa cultura del descarte que envenena el mundo en el que vivimos. El anciano del salmo confía a Dios su desánimo: «Porque de mí —dice— mis enemigos hablan, los que espían mi alma se conviertan: “¡Dios le ha desamparado, perseguidle, apresadle, pues no hay quien le libere!» (vv.10-11). Las consecuencias son fatales. La vejez no solo pierde su dignidad, sino que se pone en duda incluso que merezca continuar. Así, todos estamos tentados de esconder nuestra propia vulnerabilidad, esconder nuestra enfermedad, nuestra edad y nuestra vejez, porque tememos que sean la antesala de nuestra pérdida de dignidad. Preguntémonos: ¿es humano inducir este sentimiento? ¿Por qué la civilización moderna, tan avanzada y eficiente, se siente tan incómoda con la enfermedad y la vejez, esconde la enfermedad, esconde la vejez? ¿Y por qué la política, que se muestra tan comprometida con definir los límites de una supervivencia digna, al mismo tiempo es insensible a la dignidad de una convivencia afectuosa con los ancianos y los enfermos?
El anciano del salmo que hemos escuchado, este anciano que ve su vejez como una derrota, descubre la confianza en el Señor. Siente la necesidad de ser ayudado. Y se dirige a Dios. San Agustín, comentando este salmo, exhorta al anciano: «No temas ser abandonado en la debilidad, en la vejez. […] ¿Por qué has de temer que [el Señor] te abandone, que te rechace en la vejez, cuando te falten las fuerzas? Al contrario, en ti residirá su fortaleza, cuando se vaya menguando la tuya» (PL 36, 881-882). Y el salmista anciano invoca: «¡Por tu justicia sálvame, libérame! ¡Tiende hacia mí tu oído y sálvame! ¡Sé para mí una roca de refugio, alcázar fuerte que me salve, pues mi roca eres tú y mi fortaleza!» (vv. 2-3). La invocación testimonia la fidelidad de Dios y apela a su capacidad de sacudir las conciencias desviadas por la insensibilidad a la parábola de la vida mortal, que debe ser custodiada en su integridad. Reza así: «¡Oh Dios, no te estés lejos de mí, Dios mío, ven pronto en mi socorro! ¡Confusión y vergüenza sobre aquellos que acusan a mi alma; cúbranse de ignominia y de vergüenza los que buscan mi mal!» (vv. 12-13).
De hecho, la vergüenza debería caer sobre aquellos que se aprovechan de la debilidad de la enfermedad y la vejez. La oración renueva en el corazón del anciano la promesa de la fidelidad y de la bendición de Dios. El anciano redescubre la oración y da testimonio de su fuerza. Jesús, en los Evangelios, nunca rechaza la oración de quien necesita ayuda. Los ancianos, por su debilidad, pueden enseñar a los que viven otras edades de la vida que todos necesitamos abandonarnos en el Señor, invocar su ayuda. En este sentido, todos debemos aprender de la vejez: sí, hay un don en ser anciano entendido como abandonarse al cuidado de los demás, empezando por Dios mismo.
Existe entonces un “magisterio de la fragilidad”, no esconder las fragilidades, no. Son verdaderas, hay una realidad y hay un magisterio de la fragilidad, que la vejez es capaz de recordar de manera creíble para todo el arco de la vida humana. No esconder la vejez, no esconder las fragilidades de la vejez. Esta es una enseñanza para todos nosotros. Este magisterio abre un horizonte decisivo para la reforma de nuestra propia civilización. Una reforma indispensable en beneficio de la convivencia de todos. La marginación de los ancianos tanto conceptual como práctica corrompe todas las etapas de la vida, no sólo la de la ancianidad. Cada uno de nosotros puede pensar hoy en los ancianos de la familia: ¿cómo me relaciono con ellos, los recuerdo, voy a verlos? ¿Trato que no les falte de nada? ¿Los respeto? ¿He cancelado de mi vida a los ancianos que están en mi familia, mamá, papá, abuelo, abuela, tíos, amigos? ¿O voy donde ellos para tomar sabiduría, la sabiduría de la vida? Recuerda que también tú serás anciano o anciana. La vejez viene para todos. Y como tu querrías ser tratado o tratada en el momento de la vejez, trata tú a los ancianos hoy. Son la memoria de la familia, la memoria de la humanidad, la memoria del país. Custodiar los ancianos que son sabiduría. Que el Señor conceda a los ancianos que forman parte de la Iglesia la generosidad de esta invocación y de esta provocación. Que esta confianza en el Señor nos contagie. Y esto, por el bien de todos, de ellos y de nosotros y de nuestros hijos.
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Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En esta catequesis consideramos, con el salmista la fragilidad y la vulnerabilidad presentes en la vida de los ancianos. Esta realidad, que ya es dura en sí misma, da origen en nuestra civilización a situaciones de abandono, de engaños y de abusos contra las personas mayores. Es paradójico que nuestra sociedad, tan avanzada en su presunta eficacia, propicie al mismo tiempo estas injusticias, cada vez más numerosas, que lejos de ser una excepción, muestran palpablemente la cultura del descarte que se ha apoderado de todos nosotros y de la sociedad.
Ante esto, el salmista reafirma su confianza en el Señor, que es para él “la roca de refugio” (Sal 71, 3). Pues, de hecho, cuando nuestras fuerzas se terminan, el Señor nos colma de seguridad y fortaleza. Toda la sociedad debe sentirse interpelada por su incapacidad de convivir con la vejez, incapacidad que en ocasiones llega a hacer que los ancianos sean despojados de su dignidad y no se acepte la vulnerabilidad y fragilidad propias de esa etapa de la vida.
Estamos llamados a acoger el magisterio de la fragilidad, que la vejez pone antes nuestros ojos de manea creíble en todo el arco de la vida humana, pues todos tenemos necesidad de confiar en Dios e invocar su ayuda. El magisterio de la fragilidad es necesario para realizar una reforma indispensable en nuestra civilización, pues la marginación de los ancianos afecta todas las etapas de la vida.
Catequesis sobre la vejez 13. Nicodemo. «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo?» (Jn 3,4)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre las figuras de ancianos más relevantes en los Evangelios está Nicodemo —uno de los jefes de los Judíos— el cual, queriendo conocer a Jesús, pero a escondidas, fue donde él por la noche (cfr. Jn 3,1-21). En la conversación de Jesús con Nicodemo emerge el corazón de la revelación de Jesús y de su misión redentora, cuando dice: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (v. 16).
Jesús dice a Nicodemo que para “ver el reino de Dios” es necesario “renacer de lo alto” (cfr. v. 3). No se trata de empezar de nuevo a nacer, de repetir nuestra venida al mundo, esperando que una nueva reencarnación abra de nuevo nuestra posibilidad de una vida mejor. Esta repetición no tiene sentido. Es más, vaciaría de todo significado la vida vivida, cancelándola como si fuera un experimento fallido, un valor caducado, un envase desechable. No, no es esto, este nacer de nuevo, del que habla Jesús, es otra cosa. Esta vida es valiosa a los ojos de Dios: nos identifica como criaturas amadas por Él con ternura. El “nacimiento de lo alto”, que nos consiente “entrar” en el reino de Dios, es una generación en el Espíritu, un paso entre las aguas hacia la tierra prometida de una creación reconciliada con el amor de Dios. Es un renacimiento de lo alto, con la gracia de Dios. No es un renacer físicamente otra vez.
Nicodemo malinterpreta este nacimiento y hace referencia a la vejez como demostración de su imposibilidad: el ser humano envejece inevitablemente, el sueño de una eterna juventud se aleja definitivamente, la consumación es el puerto de llegada de cualquier nacimiento en el tiempo. ¿Cómo puede imaginarse un destino que tiene forma de nacimiento? Nicodemo piensa así y no encuentra la forma de entender las palabras de Jesús. ¿Qué es este renacer?
La objeción de Nicodemo es muy instructiva para nosotros. En efecto, podemos invertirla, a la luz de la palabra de Jesús, en el descubrimiento de una misión propia de la vejez. De hecho, ser viejos no sólo no es un obstáculo para el nacimiento de lo alto del que habla Jesús, sino que se convierte en el tiempo oportuno para iluminarlo, deshaciendo el equívoco de una esperanza perdida. Nuestra época y nuestra cultura, que muestran una preocupante tendencia a considerar el nacimiento de un hijo como una simple cuestión de producción y de reproducción biológica del ser humano, cultivan el mito de la eterna juventud como la obsesión —desesperada— de una carne incorruptible. ¿Por qué la vejez es despreciada de tantas maneras? Porque lleva la evidencia irrefutable de la destitución de este mito, que quisiera hacernos volver al vientre de la madre, para volver siempre jóvenes en el cuerpo.
La técnica se deja atraer por este mito en todos los sentidos: esperando vencer a la muerte, podemos mantener vivo el cuerpo con la medicina y los cosméticos, que ralentizan, esconden, eliminan la vejez. Naturalmente, una cosa es el bienestar, otra cosa es la alimentación del mito. No se puede negar, sin embargo, que la confusión entre los dos aspectos nos está creando cierta confusión mental. Confundir el bienestar con la alimentación del mito de la eterna juventud. Se hace mucho para tener de nuevo siempre esta juventud: muchos maquillajes, muchas operaciones quirúrgicas para parecer más jóvenes. Me vienen a la mente las palabras de una sabia actriz italiana, la Magnani, cuando le dijeron que iban a quitarle las arrugas, y ella dijo: “¡No, no las retoques! Me ha costado muchos años  conseguirlas: ¡no las retoques!”. Las arrugas son un símbolo de la experiencia, un símbolo de la vida, un símbolo de la madurez, un símbolo de haber hecho un camino. No retocarlas para resultar jóvenes, jóvenes de aspecto, pero lo que interesa es toda la personalidad, lo que interesa es el corazón, y el corazón permanece con esa juventud del vino bueno, que cuanto más envejece mejor es.
La vida en la carne mortal es una bellísima “incompleta”: como ciertas obras de arte que precisamente por estar inacabadas tienen un encanto único. Porque la vida aquí abajo es “iniciación”, no cumplimiento: venimos al mundo así, como personas reales, como personas que progresan con la edad, pero son para siempre reales. Pero la vida en la carne mortal es un espacio y un tiempo demasiado pequeño para custodiar intacta y llevar a cumplimiento la parte más valiosa de nuestra existencia en el tiempo del mundo. La fe, que acoge el anuncio evangélico del reino de Dios al cual estamos destinados, tiene un primer efecto extraordinario, dice Jesús. La fe nos permite “ver” el reino de Dios. Nos hace capaces de ver realmente las muchas señales de la aproximación de nuestra esperanza a su cumplimiento, a través de todo lo que en nuestra vida lleva el signo de que estamos destinados a la eternidad de Dios.
Las señales son las del amor evangélico, de muchas maneras iluminadas por Jesús. Y si las podemos “ver”, podemos también “entrar” en el reino, con el paso del Espíritu a través del agua que regenera.
La vejez es la condición, concedida a muchos de nosotros, en la cual el milagro de este nacimiento de lo alto puede ser asimilado íntimamente y hecho creíble para la comunidad humana: no comunica nostalgia del nacimiento en el tiempo, sino amor por el destino final. En esta perspectiva la vejez tiene una belleza única: caminamos hacia el Eterno. Nadie puede volver a entrar en el vientre de la madre, ni siquiera en su sustituto tecnológico y consumista. Esto no da sabiduría, esto ignora el camino cumplido, esto es artificial. Sería triste, incluso si fuera posible. El viejo camina hacia adelante, el viejo camina hacia el destino, hacia el cielo de Dios, el viejo camina con su sabiduría vivida durante la vida. La vejez, pues, es un tiempo especial para librar el futuro de la ilusión tecnocrática de una supervivencia biológica y robótica, pero sobre todo porque abre a la ternura del vientre creador y generador de Dios. Aquí, yo quisiera subrayar esta palabra: la ternura de los ancianos. Observad a un abuelo o una abuela cómo miran a los nietos, cómo acarician a los nietos: esa ternura, libre de toda prueba humana, que ha vencido las pruebas humanas y es capaz de dar gratuitamente el amor, la cercanía amorosa del uno por los otros. Esta ternura abre la puerta a entender la ternura de Dios. No olvidemos que el Espíritu de Dios es cercanía, compasión y ternura. Dios es así, sabe acariciar. Y la vejez nos ayuda a entender esta dimensión de Dios que es la ternura. La vejez es el tiempo especial para librar el futuro de la ilusión tecnocrática, es el tiempo de la ternura de Dios que crea, crea un camino para todos nosotros. Que el Espíritu nos conceda la reapertura de esta misión espiritual —y cultural— de la vejez, que nos reconcilia con el nacimiento de lo alto. Cuando pensamos de esta manera en la vejez, entonces nos preguntamos: ¿por qué esta cultura del descarte decide desechar a los ancianos, considerándoles no útiles? Los ancianos son los mensajeros del futuro, los ancianos son los mensajeros de la ternura, los ancianos son los mensajeros de la sabiduría de una vida vivida. Sigamos adelante mirando a los ancianos.
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 Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy reflexionamos sobre la importante figura de un anciano del Nuevo Testamento: Nicodemo, a quien Jesús le dice que para “ver el Reino de Dios” hay que “renacer de lo alto”. Nicodemo no entiende sus palabras, y le plantea la imposibilidad de volver a nacer cuando uno ya es viejo. Pero Jesús se refiere a un nuevo nacimiento en el Espíritu, para el cual la ancianidad no es obstáculo, y a que nos dejemos abrazar por la ternura del amor creador de Dios.
En esta época que vivimos el mito de la eterna juventud es una obsesión. La vejez se desprecia, olvidando que la vida terrenal es un “inicio” y no una “conclusión”; caminamos hacia la eternidad. En este camino, la fe nos permite “ver” el Reino de Dios. En este sentido, quienes atraviesan la etapa de la ancianidad pueden descubrir, a la luz del Evangelio, una nueva misión: ser signos e instrumentos del amor de Dios que señalan cuál es la meta definitiva a la que estamos llamados.


Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 15 de junio de 2022 14ª Catequesis de los Mayores y Ancianos

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Hemos escuchado la sencilla y conmovedora historia de la sanación de la
suegra de Simón –que todavía no era llamado Pedro – en la versión del
Evangelio de Marcos. El breve episodio es narrado con ligeras pero
sugerentes variaciones también en los otros dos Evangelios sinópticos.
“La suegra de Simón estaba en cama con fiebre” escribe Marcos. No sabemos
si se trataba de una enfermedad leve, pero en la vejez una simple fiebre puede
ser peligrosa. Cuando eres anciano ya no mandas sobre tu cuerpo. Es
necesario aprender a elegir qué hacer y qué no hacer. El vigor del cuerpo falla
y nos abandona, aunque nuestro corazón no deja de desear. Por eso es
necesario aprender a purificar el deseo: tener paciencia, elegir qué pedir al
cuerpo y a la vida. Cuando somos viejos no podemos hacer lo mismo que
hacíamos cuando éramos jóvenes, el cuerpo tiene otro ritmo y debemos
escuchar el cuerpo y aceptar los límites. Todos los tenemos. También yo
tengo que ir ahora con el bastón.
La enfermedad pesa sobre los ancianos de una manera diferente que cuando
uno es joven o adulto. Es como un golpe duro que se abate en un momento ya
difícil. La enfermedad del anciano parece acelerar la muerte y en todo caso
disminuir ese tiempo de vida que ya consideramos breve. Se insinúa la duda
de que no nos recuperaremos, de que “esta vez será la última que me
enferme…” y así vienen esas ideas. No se logra soñar la esperanza en un
futuro que aparece ya inexistente. Un famoso escritor italiano Italo Calvino,
notaba la amargura de los ancianos que sufren perder las cosas de antes, más
de lo que disfrutan la llegada de las nuevas. Pero la escena evangélica que
hemos escuchado nos ayuda a esperar y nos ofrece ya una primera enseñanza:
Jesús no va solo a visitar a una anciana mujer enferma, va con los discípulos. Y
esto nos hace pensar un poco.
Es precisamente la comunidad cristiana que debe cuidar de los ancianos,
parientes y amigos, pero la comunidad. La visita a los ancianos debe ser hecha
por muchos, juntos y con frecuencia. Nunca debemos olvidar estas tres líneas
del Evangelio. Sobre todo hoy que el número de los ancianos ha crecido
considerablemente, también en proporción a los jóvenes, porque estamos en
un invierno demográfico, se tienen menos hijos y hay muchos ancianos y
pocos jóvenes. Debemos sentir la responsabilidad de visitar a los ancianos

que a menudo están solos y presentarlos al Señor con nuestra oración. El
mismo Jesús nos enseñará a amarlos . “Una sociedad es verdaderamente
acogedora de la vida cuando reconoce que ella es valiosa también en la
ancianidad, en la discapacidad, en la enfermedad grave e, incluso, cuando se
está extinguiendo” (Mensaje a la Pontificia Academia por la Vida. 19 febrero
2014). La vida siempre es valiosa. Jesús cuando va a la anciana mujer enferma,
la toma de la mano y la sana: el mismo gesto que hace para resucitar esa joven
que había muerto, la toma dela mano y hace que se levante, la sana poniéndola
de nuevo de pié. Jesús con este gesto tierno de amor, da la primera lección a
los discípulos: la salvación se anuncia o mejor se comunica a través de la
atención a esa persona enferma, y la fe de esa mujer resplandece en la gratitud
por la ternura de Dios que se inclinó hacia ella. Vuelvo a un tema que he
repetido en estas catequesis: una cultura del descarte parece cancelar a los
ancianos. De acuerdo, no los mata, pero socialmente los cancela, como si
fueran un peso que llevar adelante: es mejor esconderlos. Esto es una traición
de la propia humanidad, esta es la cosa más fea, esto es seleccionar la vida
según la utilidad, según la juventud y no con la vida como es , con la sabiduría
de los viejos, con los límites de los viejos. Los viejos tienen mucho que darnos:
está la sabiduría de la vida. Mucho que enseñarnos: por eso nosotros
debemos enseñar también a los niños que cuiden a los abuelos y vayan donde
ellos. El diálogo jóvenes-abuelos, niños-abuelos es fundamental para la Iglesia,
es fundamental para la sanidad de la vida. Donde no hay diálogo entre
jóvenes y viejos falta algo y crece una generación sin pasado, es decir sin
raíces.
Si la primera lección la dio Jesús, la segunda nos la da la anciana mujer, que “se
levantó y se puso a servirlos”. También como anciano se puede, es más, se
debe servir a la comunidad. Está bien que los ancianos cultiven todavía la
responsabilidad de servir, venciendo a la tentación de ponerse a un lado. El
Señor no los descarta, al contrario, les dona la nueva fuerza para servir. Y me
gusta señalar que no hay un énfasis especial en la historia por parte de los
evangelistas: es la normalidad del seguimiento, que los discípulos aprenderán,
en todo sui significado, a lo largo del camino de formación que vivirán en la
escuela de Jesús. Los ancianos que conservan la disposición para la sanación,
el consuelo, la i9nterseción por sus hermanos y hermanas –sean discípulos,
sean centuriones, personas molestadas por espíritus malignos, personas
descartadas…- son quizás el testimonio más elevado de pureza de esa gratitud
que acompaña la fe. Si los ancianos, en vez de ser descartados y apartados de
las escenas de los eventos que marcan la vida de la comunidad, fueran puestos
en el centro de la atención colectiva, se verían animados a ejercer el valioso

ministerio de la gratitud hacia Dios, que no se olvida de nadie. La gratitud de
las personas ancianas por los dones recibidos de Dios en su vida, así como nos
enseña la suegra de Pedro, devuelve a la comunidad la alegría de la
convivencia, y confiere a la fe de los discípulos el rasgo esencial de su destino.
Pero tenemos que entender bien que el espíritu de la intercesión y del
servicio, que Jesús prescribe a todos sus discípulos no es simplemente una
cosa de mujeres: en las palabras y los gestos de Jesús no hay ni rasgo de esa
limitación. El servicio evangélico de la gratitud por la ternura de Dios no se
escribe de ninguna manera en la gramática del hombre amo y de la mujer
sierva. Es más, las mujeres, sobre la gratitud y la ternura de la fe, pueden
enseñar a los hombres cosas que a ellos les cuesta más comprender. La
suegra de Pedro, antes de que los apóstoles lo entendieran, a lo largo del
camino del seguimiento de Jesús, les mostró el camino también a ellos. Y la
delicadeza especial de Jesús que “la tomó de la mano” y “se inclinó hacia ella”
dejó claro desde el principio su sensibilidad hacia los débiles y los enfermos,
que el Hijo de Dios ciertamente había aprendido de su Madre. Por favor,
hagamos que los viejos, que los abuelos, las abuelas estén cerca de los niños,
de los jóvenes, para transmitir esta memoria de la vida, para transmitir esta
experiencia de la vida, esta sabiduría de la vida. En la medida en que nosotros
hacemos que los jóvenes y los viejos se conecten, en esta medida habrá más
esperanza para el futuro de nuestra sociedad.
+
Ideas a remarcar
La curación de la suegra de Pedro, una mujer enferma que Jesús visita y sana.
Acompañado por sus discípulos nos recuerda que todos los miembros de la
comunidad cristiana, somos enviados a visitar, consolar y ayudar a los que nos
necesitan.
Importancia de los gestos de ternura y compasión de Jesús: inclinarnos ante
quien nos necesita, sensibilidad con el que sufre.
La respuesta de la mujer sanada, se pone a servir a los demás, o sea, agradece
con obras concretas lo recibido de Dios. Comparte con la comunidad la alegría
de haberse sanado.
Cuando somos viejos necesitamos aceptar lo que podemos hacer y lo que no
podemos hacer. Debemos escuchar al cuerpo y aceptar sus límites.

Evitar la amargura por perder cosas de antes, sin disfrutar lo nuevo que nos
llega.
+ 
Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 22 de junio 2022 15ª Catequesis sobre Mayores y Ancianos

Queridos hermanos y hermanas, ¡bienvenidos y buenos días!
En nuestro recorrido de catequesis sobre la vejez, hoy meditamos sobre el
diálogo entre Jesús resucitado y Pedro al final del Evangelio de Juan (21,15-
23). Es un diálogo conmovedor, en el que se refleja todo el amor de Jesús por
sus discípulos, y también la sublime humanidad de su relación con ellos, en
particular con Pedro: una relación tierna, pero no empalagosa, directa, fuerte,
libre, abierta. Una relación de hombres y en la verdad. Así, el evangelio de
Juan, tan espiritual, tan elevado, se cierra con una vehemente petición y
ofrenda de amor entre Jesús y Pedro, que se entrelaza, con toda naturalidad,
con una discusión entre ambos. El evangelista nos advierte: da testimonio de
la verdad de los hechos (21,24). Y es en ellos donde hay que buscar la verdad.
Podemos preguntarnos: ¿somos capaces nosotros de custodiar el tenor de
esta relación de Jesús con los discípulos, según su estilo tan abierto, tan
franco, tan directo, tan humanamente real? ¿Cómo es nuestra relación con
Jesús? ¿Es así, como la de los apóstoles con Él? ¿No estamos sin embargo muy
a menudo tentados a encerrar el testimonio del Evangelio en la crisálida de
una revelación “azucarada”, a la que añadimos nuestra veneración de
circunstancia? Esta actitud, que parece de respeto, en realidad nos aleja del
verdadero Jesús, e incluso se convierte en ocasión para un camino de fe muy
abstracto, muy autorreferencial, muy mundano, que no es el camino de Jesús.
Jesús es el Verbo de Dios hecho hombre, y Él se comporta como hombre, Él
nos habla como hombre, Dios-hombre. Con esta ternura, con esta amistad,
con esta cercanía. Jesús no es como una imagen azucarada de las estampitas,
no: Jesús está a la mano, está cerca de nosotros.
En el transcurso de la discusión de Jesús con Pedro, encontramos dos pasajes
que se refieren precisamente a la vejez y a la duración del tiempo: el tiempo
del testimonio, el tiempo de la vida. El primer paso es la advertencia de Jesús
a Pedro: cuando eras joven eras autosuficiente, cuando seas viejo ya no serás
tan dueño de ti y de tu vida. Dímelo a mí que tengo que ir en silla de ruedas
¡eh! Pero es así, la vida es así: con la vejez te vienen todas estas enfermedades
y debemos aceptarlas como vienen ¿no? ¡No tenemos la fuerza de los jóvenes!
Y también tu testimonio –dice Jesús- irá acompañado de esta debilidad. Tú
debes ser testigo de Jesús también en la debilidad, en la enfermedad y en la
muerte. Hay un pasaje hermoso de san Ignacio de Loyola que dice: “Así como

en la vida, también en la muerte debemos dar testimonio de discípulos de
Jesús” . El final de la vida debe ser un final de vida de discípulo: de discípulos
de Jesús, porque el Señor nos habla siempre según la edad que tenemos. El
evangelista añade su comentario, explicando que Jesús aludía al testimonio
extremo, el del martirio y de la muerte. Pero podemos comprender bien el
sentido de esta advertencia de forma más general: tu seguimiento deberá
aprender a dejarse instruir y plasmar por tu fragilidad, tu impotencia, tu
dependencia de los demás, incluso en el vestirte, en el caminar. Pero tú
“sígueme” (19). El seguimiento de Jesús sigue adelante, con buena salud, con
no buena salud, con autosuficiencia y con no autosuficiencia física, pero el
seguimiento de Jesús es importante: seguir a Jesús siempre, a pié, corriendo,
lentamente, en silla de ruedas, pero seguirlo siempre. La sabiduría del
seguimiento debe encontrar el camino para permanecer en su profesión de fe
– así responde Pedro: “Señor, tú sabes que te quiero” (15,16,17) - también en
las condiciones limitadas de la debilidad y la vejez. A mí me gusta hablar con
los ancianos mirándolos a los ojos: tienen esos ojos brillantes, esos ojos que te
hablan más que las palabras, el testimonio de una vida. Y esto es hermoso,
debemos conservarlo hasta el final. Seguir a Jesús así, llenos de vida.
Este coloquio entre Jesús y Pedro contiene una enseñanza valiosa para todos
los discípulos, para todos nosotros creyentes. Y también para todos los
ancianos. Aprender de nuestra fragilidad y expresar la coherencia de nuestro
testimonio de vida en las condiciones de una vida ampliamente confiada a
otros, ampliamente dependiente de la iniciativa de otros. Con la enfermedad,
con la vejez la dependencia crece y ya no somos autosuficientes como antes,
crece la dependencia de los otros y también ahí madura la fe, también ahí está
Jesús con nosotros, también ahí brota esa riqueza de la fe, también ahí está
Jesús con nosotros, también ahí brota esa riqueza de la fe bien vivida durante
el camino de la vida.
Pero de nuevo debemos preguntarnos: ¿disponemos de una espiritualidad
realmente capaz de interpretar el período – ahora largo y extendido – de este
tiempo de nuestra debilidad confiada a los demás, más que al poder de
nuestra autonomía? ¿Cómo permanecer fieles al seguimiento vivido, al amor
prometido, a la justicia buscada cuando éramos capaces de tomar iniciativas,
en el tiempo de la fragilidad, en el tiempo de la dependencia, de la despedida,
en el tiempo de alejarse del protagonismo de nuestra vida? No es fácil alejarse
del ser protagonista, no es fácil.
Este nuevo tiempo es también un tiempo de prueba, ciertamente. Empezando
por la tentación – muy humana, sin duda, pero también muy insidiosa – de

conservar nuestro protagonismo. Y a veces el protagonismo debe disminuir,
debe abajarse, aceptar que la vejez te disminuye como protagonista. Pero
tendrás otra forma de expresarte, otra forma de participar en la familia, en la
sociedad, en un grupo de amigos. Y es la curiosidad que le viene a Pedro: “¿Y
él?”, dice Pedro, viendo al discípulo amado que los seguía (20,21). Meter la
nariz en la vida de los otros. Pues no, Jesús le dice: “¡Cállate!” ¿Realmente
tiene que estar en “mi” seguimiento? ¿Acaso debe ocupar “mi” espacio? ¿Será
mi sucesor? Son preguntas que no sirven, que no ayudan . ¿Debe durar más
que yo y tomar mi lugar? Y la respuesta de Jesús es franca e incluso áspera:
“¿Qué te importa? Tú, sígueme” (22) Como diciendo, cuida de tu vida, de tu
situación actual y no metas la nariz en la vida de los otros. Tú sígueme. Esto sí
es importante, el seguimiento de Jesús, seguir a Jesús en la vida y en la
muerte, en la salud y en la enfermedad, en la vida cuando es próspera con
muchos éxitos y también en la vida con tantos momentos duros de caída. Y
cuando queremos meternos en la vida de los otros, Jesús responde: “¿A ti qué
te importa? Tú sígueme”. Hermoso. Nosotros ancianos no deberíamos tener
envidia de los jóvenes que toman su camino, que ocupan nuestro lugar, que
duran más que nosotros. El honor de nuestra fidelidad al amor jurado, la
fidelidad al seguimiento de la fe que hemos creído, incluso en las condiciones
que nos acercan a la despedida de la vida, son nuestro título de admiración
para las generaciones venideras y de reconocimiento agradecido por parte del
Señor. Aprender a despedirse, esta es la sabiduría de los ancianos. Pero
despedirse bien, con la sonrisa, aprender a despedirse en sociedad, a
despedirse con los otros. La vida del anciano es una despedida, lenta, lenta,
pero una despedida alegre: “He vivido la vida, esta es mi familia, he vivido la
vida, he sido un pecador, pero también he hecho el bien” Y esta paz que viene,
esta es la despedida del anciano.
Incluso el seguimiento forzosamente inactivo, hecho de contemplación
emocionada y de escucha extasiada de la palabra del Señor – como la de
María, la hermana de Lázaro – se convertirá en la mejor parte de su vida, de la
vida de nosotros los ancianos. Que nunca esta parte nos será quitada, nunca
(Lc 10,42). Miremos a los ancianos, mirémoslos, y ayudémosles para que
puedan vivir y expresar su sabiduría de vida, que puedan darnos lo que tienen
de hermoso y de bueno. Mirémoslos, escuchémoslos. Y nosotros ancianos,
miremos a los jóvenes siempre con una sonrisa : ellos seguirán el camino,
ellos llevarán adelante lo que hemos sembrado, también lo que nosotros no
hemos sembrado porque no hemos tenido la valentía o la oportunidad: ellos
lo llevarán adelante. Pero siempre con esta relación de reciprocidad: un

anciano no puede ser feliz sin mirar a los jóvenes y los jóvenes no pueden ir
adelante en la vida sin mirare a los ancianos. Gracias.
+
Ideas a remarcar
Nuestra oración, nuestro hablar con Jesús, ¿es franca y directa, con cercanía y
sinceridad, con un Dios verdadero hombre, que nos entiende bien?
Jesús advierte a Pedro que con el tiempo tendrá que aprender a seguirlo
teniendo en cuenta su fragilidad, que lo limitará en su acción y que lo hará
depender de los demás.
Conocernos y aprender a asumir nuestras limitaciones (está en silla de
ruedas…)
Necesitamos en la ancianidad una espiritualidad que nos ayude a
mantenernos fieles en el seguimiento de Jesús
La sabiduría de los ancianos es mirar a los jóvenes con una sonrisa
Saber dar espacio a los jóvenes que vienen detrás de nosotros, no es bueno
pretender conservar el protagonismo que tuvimos en otros momentos de la
vida

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Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 10 de agosto de 2022
Audiencia del Papa 10 agosto 2022 16ª Catequesis sobre Mayores y Ancianos

Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días! Nos encontramos ya en las
últimas catequesis dedicadas a la vejez. Hoy entramos en la conmovedora
intimidad de la despedida de Jesús a los suyos, ampliamente recogida por el
Evangelio de Juan
El discurso de despedida comienza con palabras de consuelo y de promesa:
“No se turbe su corazón”, “Cuando me haya ido y les haya preparado un lugar,
volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén
también ustedes”. Lindas palabras del Señor.
Poco antes de eso, Jesús le había dicho a Pedro: “Me seguirás más tarde”,
recordándole el paso por la fragilidad de su fe. El tiempo de vida que les
queda a los discípulos será, inevitablemente un paso por la fragilidad del
testimonio y por los desafíos de la fraternidad. Pero también será un paso por
las apasionantes bendiciones de la fe: “El que cree en mí hará también las
obras que yo hago y aún mayores”. ¡Piensen qué gran promesa es esta!
No sé si lo pensamos profundamente, si lo creemos en profundidad. No lo sé,
a veces creo que no.
La vejez es el tiempo propicio para dar un testimonio conmovedor y alegre de
esta espera. El anciano, la anciana, está en espera, en espera de un encuentro.
En la vejez, las obras de la fe, que nos acercan a nosotros y a los demás al reino
de Dios, están ya más allá de la fuerza de las energías, de las palabras y de los
impulsos de la juventud y la madurez. Pero por eso mismo hacen aún más
transparente la promesa del verdadero destino de la vida ¿y cuál es el
verdadero destino de la vida? Un lugar en la mesa con Dios en el mundo de
Dios.
Sería interesante ver si en las Iglesias locales existe alguna referencia
específica destinada a revitalizar este ministerio especial de espera en el
Señor, es un ministerio, el ministerio de la espera del Señor fomentando los
carismas individuales y las cualidades de la persona anciana.
Una vez que se consume en el abatimiento por las oportunidades perdidas
trae consigo el abatimiento para uno mismo y para todos. En cambio la vejez
vivida con dulzura, vivida con respeto por la vida real disuelve
definitivamente una comprensión errada acerca de la fuerza que debe

bastarse a sí misma y a su propio éxito. Incluso disuelve el equívoco de una
iglesia que se adapta a la condición mundana, pensando así en gobernar
definitivamente su perfección y realización.
Cuando nos liberamos de esta presunción, el tiempo de envejecimiento que
Dios nos concede es ya en sí mismo una de esas obras “mayores” de las que
habla Jesús. De hecho, es una obra que a Jesús no le fue dada para que la
cumpliera: ¡Su muerte, resurrección y ascensión al cielo la hicieron posible
para nosotros! Recordemos que “el tiempo es superior al espacio”. Es la ley
de la iniciación. Nuestra vida no está destinada a cerrarse en sí misma, es una
ilusoria perfección terrenal, está destinada a ir más allá, a través del paso de la
muerte, porque la muerte es un paso. En efecto, nuestro lugar firme, nuestro
punto de llegada no está aquí, está junto al Señor, donde Él habita para
siempre.
Aquí en la tierra, comienza el proceso de nuestro “noviciado”, somos
aprendices de la vida, que – en medio de mil dificultades – aprendemos a
apreciar el don de Dios, honrando la responsabilidad de compartirlo y hacerlo
fructificar para todos. El tiempo de vida en la tierra es la gracia de este paso.
La pretensión de detener el tiempo, de querer la eterna juventud, el bienestar
ilimitado, el poder absoluto, no solo es imposible, sino que es delirante.
Nuestra existencia en la tierra es el momento de la iniciación a la vida, es vida,
pero que te conduce hacia adelante a una vida más plena, una vida que solo en
Dios encuentra su realización. Somos imperfectos desde el principio y
seguimos siendo imperfectos hasta el final. En el cumplimiento de la promesa
de Dios, la relación se invierte: el espacio de Dios, que Jesús nos prepara con
todo cuidado, es superior al tiempo de nuestra vida mortal. He aquí que la
vejez acerca la esperanza de esa realización. La vejez conoce definitivamente
el sentido del tiempo y las limitaciones del lugar en el que vivimos nuestra
iniciación. La vejez es sabia por eso. Los ancianos son sabios por eso.
Por eso ella es creíble cuando nos invita a alegrarnos del paso del tiempo, no
es una amenaza, es una promesa. La vejez es noble, no necesita maquillarse
para mostrar la propia nobleza, quizás el maquillaje viene cuando falta
nobleza. La vejez es creíble cuando nos invita a alegrarnos del paso del
tiempo, pero el tiempo pasa, esto no es una amenaza, es una promesa. La
vejez que redescubre la profundidad de a mirada de fe, no es conservadora
por naturaleza, como se dice. El mundo de Dioses un espacio infinito, sobre el
que el paso del tiempo ya no tiene ningún peso.

Y fue precisamente en la Última Cena cuando Jesús se proyectó hacia esa meta,
cuando dijo a sus discípulos: “Desde ahora no beberé más de este fruto de la
vid, hasta el día en que lo vuelva a beber con ustedes en el reino de mi Padre”.
En nuestra predicación, el Paraíso suele estar justamente lleno de dicha, de
luz, de amor, Quizás le falte un poco de vida. Jesús, en las parábolas, hablaba
del Reino de Dios añadiéndole más vida. ¿No somos, acaso, capaces de esto?
La vida continúa.
Queridos hermanos y hermanas, la vejez, vivida en la espera del Señor, puede
convertirse en el cumplimiento de la “apología” de la fe, que da razón de
nuestra esperanza para todos, porque la vejez hace transparente la promesa
de Jesús, que se proyecta hacia la Ciudad Santa de la que habla el libro del
Apocalipsis.
La vejez es la fase de la vida más adecuada para difundir la alegre noticia de
que la vida es una iniciación para una realización definitiva. Los ancianos son
una promesa, son un testimonio de promesa. Y lo mejor está por llegar. Es el
mensaje del anciano, de la anciana creyente es: lo mejor está por llegar. ¡Que
Dios nos conceda una vejez capaz de esto!
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Ideas a remarcar
La conmovedora intimidad de la despedida de Jesús con sus discípulos les
revela que la vida continúa.
La vejez como tiempo propicio para dar testimonio de la alegre noticia de la
espera.
El destino de la vida es ocupar un lugar en su mesa con Dios.
Advierte sobre la pretensión de detener el tiempo, la eterna juventud.
Nuestra existencia es solo el momento de la iniciación de la vida.
El tiempo de la vida es nuestro noviciado, lo mejor está aún por llegar. 
Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 17 de agosto 2022 17ª Catequesis sobre Mayores y Ancianos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las palabras del sueño de Daniel, que hemos escuchado, evocan una visión de
Dios que es misteriosa y al mismo tiempo luminosa. Se retoma al comienzo
del libro del Apocalipsis y se refiere a Jesús Resucitado, que se aparece al
Vidente como Mesías, Sacerdote y Rey, eterno omnisciente e inmutable. Pone
su mano sobre el hombro del Vidente y lo tranquiliza: “¡No tengas miedo! Yo
soy el Primero y el Último, y el Viviente, estuve muerto pero ahora vivo para
siempre”. Desaparece así la última barrera de miedo y de angustia que
siempre ha suscitado la teofanía, esta aparición de Dios, con el ciclo de la vida,
el tiempo de la historia, el señorío de Dios, para el mundo creado. Y este
aspecto tiene que ver con la vejez. ¿Qué tiene que ver con eso? Vemos.
La visión comunica una impresión de vigor y fuerza, nobleza, belleza y
encanto. El vestido, los ojos, la voz, los pies, todo es espléndido en esa visión:
¡es una visión! Sin embargo su cabello es blanco, como la lana, como la nieve.
Como las de un anciano. El término bíblico más difundido para designar a los
ancianos es “zaquen”, de “zaqan”, que significa “barba”. El cabello blanco es el
símbolo antiguo de un tiempo muy largo, de un pasado inmemorial, de una
existencia eterna. No hay que desmitificarlo todo con niños: la imagen de un
Dios antiguo con el pelo blanco no es un símbolo tonto, es una imagen bíblica,
es una imagen noble y también una imagen tierna. La figura que en el
Apocalipsis está entre los candelabros de oro se superpone a la del “anciano
de días” de la profecía de Daniel. Es tan antiguo como toda la humanidad,
pero aún más. Es viejo y nuevo como la eternidad de Dios, porque la
eternidad de Dios es así, viejo y nuevo, porque Dios siempre nos sorprende
con su novedad, siempre sale a nuestro encuentro, cada día de manera
especial, para ese momento, para nosotros. Siempre se renueva: Dios es
eterno, siempre lo ha sido, podemos decir que hay una vejez en Dios, no es así,
pero es eterno, se renueva.
En las Iglesias orientales, la fiesta del Encuentro con el Señor, que se celebra el
2 de febrero, es una de las 12 grandes fiestas del año litúrgico. Destaca el
encuentro de Jesús con el anciano Simeón en el Templo, destaca el encuentro
de la humanidad, representada por los ancianos Simeón y Ana, con Cristo el

pequeño Señor, el Hijo eterno de Dios hecho hombre. Uno de sus bellos íconos
se puede admirar en Roma en los mosaicos de Santa María en Trastevere.
La liturgia bizantina reza con Simeón: “Este es el que nació dela Virgen, es el
Verbo, Dios de Dios, el que se encarnó por nosotros y salvó al hombre”. Y
prosigue: “Que se abra hoy la puerta del cielo: el Verbo eterno del Padre,
asumiendo un principio temporal, sin salir de su divinidad, es presentado por
su voluntad al templo de la Ley por la Virgen Madre y el anciano, el hombre, lo
toma en sus brazos”. Estas palabras expresan la profesión de fe de los cuatro
primeros Concilios Ecuménicos, que son sagradas para todas las Iglesias. Pero
el gesto de Simeón es también el ícono más hermoso de la especial vocación
de la vejez: mirando a Simeón miramos el ícono más hermoso de la vejez:
presentar a los niños que vienen al mundo como un don ininterrumpido de
Dios, sabiendo que uno de ellos es el Hijo engendrado en la intimidad misma
de Dios, antes de todos los siglos.
La vejez, en su camino hacia un mundo donde el amor que Dios ha puesto en
la Creación podrá finalmente irradiar sin obstáculos, debe hacer este gesto de
Simeón y Ana, antes de su partida. La vejez debe testimoniar – esto para mí es
el núcleo, lo más central de la vejez – la vejez debe testimoniar a los hijos su
bendición: consiste en su iniciación, hermosa y difícil, al misterio de un
destino de vida que nadie puede aniquilar. Ni siquiera la muerte. Dar
testimonio de fe ante un niño es sembrar esta vida; también , dar testimonio
de humanidad y de fe es vocación de los ancianos. Dar a los niños la realidad
que han vivido como testigo, dar testimonio. Los viejos estamos llamados a
esto, a dar el bastón, para que lo lleven.
El testimonio de los ancianos es creíble para los niños: los jóvenes y los
adultos no son capaces de hacerlo tan auténtico, tan tierno, tan conmovedor,
como los ancianos, los abuelos. Cuando el anciano bendice la vida que le llega
al encuentro, dejando de lado todo rencor por la vida que se va, es irresistible.
No está amargado porque pasa el tiempo y está a punto de irse, no. Es con esa
alegría del buen vino, del vino que se ha vuelto bueno con los años. El
testimonio de los ancianos une las edades de la vida y las mismas dimensiones
del tiempo: pasado, presente y futuro, porque no son sólo el recuerdo, son el
presente y también la promesa. Es doloroso, y nocivo, ver que las edades de
la vida se conciben como mundos separados, compitiendo entre sí, tratando
de vivir unos a expensas de los otros, esto no está bien. La humanidad es
antigua, muy antigua, si miramos la hora del reloj. Pero el Hijo de Dios que
nació de una mujer, es el Primero y el Último de todos los tiempos. Significa

que nadie cae fuera de su generación eterna, de su fuerza espléndida, de su
proximidad amorosa.
El pacto, y digo pacto, el pacto de los ancianos y los niños salvará a la familia
humana. Donde los niños, donde los jóvenes hablan con los viejos, hay futuro;
si no hay diálogo entre viejos y jóvenes, el futuro no está claro. La alianza de
los ancianos y los niños salvará a la familia humana. ¿Podríamos devolver a
los niños, que deben aprender a nacer, el tierno testimonio de los ancianos
que poseen la sabiduría de morir? Esta humanidad, que con todo su progreso
parece una adolescente nacida ayer, ¿podrá recuperar la gracias de una vejez
que mantiene firme el horizonte de nuestro destino? La muerte es
ciertamente un paso difícil en la vida, para todos nosotros: es un paso difícil.
Todos tenemos que ir allí, pero no es fácil. Pero la muerte es también el paso
que cierra el tiempo de la incertidumbre y tira el reloj: es difícil, porque este
es el paso de la muerte. Porque la belleza de la vida, que ya no caduca,
comienza en ese momento. Pero comienza con la sabiduría de ese hombre y
mujer, mayores, que son capaces de dar el testimonio a los jóvenes. Pensemos
en el diálogo, en la alianza de los viejos y los niños, de los viejos y los jóvenes,
y procuremos que éste vínculo no se corte. Que los viejos tengan la alegría de
hablar, de expresarse con los jóvenes y que los jóvenes busquen a los viejos
para quitarles la sabiduría de la vida.
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Ideas a remarcar
Dios siempre nos sorprende con su novedad, siempre sale a nuestro encuentro, cada
día de manera especial
El gesto de Simeón es figura del anciano: el que debe presentar a los niños que vienen
a este mundo como un don de Dios. La vejez debe hacer ese gesto antes de su partida
Este testimonio es el más importante de la vejez, dar testimonio de fe ante un niño es
sembrar en él esa vida.
El testimonio de los ancianos es creíble para los niños y los jóvenes
El pacto o alianza de los viejos con los niños y ancianos salvará a la familia humana
La muerte es un paso difícil en la vida, pero la vida que no termina comienza en ese
momento
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Catequesis del Papa Francisco
Miércoles 24 de agosto de 2022 18ª Catequesis sobre Mayores y Ancianos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Recientemente celebramos la Asunción al cielo de la Madre de Jesús, este
misterio ilumina el cumplimiento de la gracia que formó el destino de María, e
ilumina también nuestro destino. El destino es el cielo. Con esta imagen de la
Virgen asunta al cielo quisiera concluir el ciclo de catequesis sobre la vejez.
En occidente la contemplamos elevada hacia lo alto envuelta en luz gloriosa,
en oriente se la representa acostada, dormida, rodeada de los apóstoles en
oración, mientras el Resucitado la lleva en sus manos como a un niño.
La teología siempre ha reflexionado sobre la relación de esta “asunción”
singular con la muerte, que el dogma no define. Pienso que sería aún más
importante hacer explícita la relación de este misterio con la resurrección del
Hijo, que abre el camino de la generación a la vida para todos nosotros. En el
acto divino del reencuentro de María con Cristo Resucitado no se trasciende
simplemente la normal corrupción corporal de la muerte humana, sino que se
anticipa la asunción corporal de la vida de Dios, de hecho, el destino de la
resurrección que nos concierne se anticipa: porque según la fe cristiana, el
Resucitado es el primogénito de muchos hermanos y hermanas. El Señor
resucitado, es Aquel que fue primero, que resucitó primero, luego iremos: este
es nuestro destino, resucitar.
Podríamos decir – siguiendo la palabra de Jesús a Nicodemo – que es un poco
como un segundo nacimiento (Jn 3,3-8). Si el primero fue un nacimiento en la
tierra, este segundo es un nacimiento en el cielo. No es casualidad que el
apóstol Pablo, hable de los dolores del parto (Rm 8,22). Así como, tan pronto
como salimos del vientre de nuestra madre, somos siempre nosotros, el
mismo ser humano que estaba en el vientre, así, después de la muerte,
nacemos al cielo, al espacio de Dios, y todavía somos nosotros que hemos
caminado sobre esta tierra. De manera similar a lo que le sucedió a Jesús: el
resucitado es siempre Jesús: no pierde su humanidad, su vida, ni siquiera su
corporeidad, no, porque sin ella ya no sería Él, no sería Jesús: es decir, con su
humanidad, con su experiencia.
Nos lo cuenta la experiencia de los discípulos, a quienes se les aparece durante
cuarenta días después de su resurrección. El Señor muestra las heridas que
sellaron su sacrificio, pero ya no son la fealdad de la degradación

dolorosamente sufrida, ahora son la prueba indeleble de su amor fiel hasta el
extremo. ¡Jesús resucitado con su cuerpo vive en la intimidad trinitaria de
Dios! Y en ella no pierde la memoria, no abandona su propia historia, no
disuelve las relaciones en las que vivió en la tierra. Prometió a sus amigos:
“Cuando me haya ido y os haya preparado un lugar, vendré otra vez y os
llevaré conmigo, para que también vosotros estéis donde yo estoy” (Jn 14,3)
Ha ido a preparar un lugar para todos nosotros y después de preparar un
lugar vendrá. No solo vendrá al final para todos, vendrá cada vez para cada
uno de nosotros. Vendrá a buscarnos para llevarnos a Él. En este sentido la
muerte es un pequeño paso hacia el encuentro con Jesús que me espera para
llevarme a Él.
El Resucitado vive en el mundo de Dios, donde hay lugar para todos, donde se
forma una nueva tierra y se construye la ciudad celestial, modada definitiva
del hombre. No podemos imaginar esta transfiguración de nuestra
corporeidad mortal, pero estamos seguros de que mantendrá nuestros rostros
reconocibles y nos permitirá participar, con emoción sublime, de la
exuberancia infinita y feliz del acto creador de Dios, cuyas interminables
aventuras viviremos de primera mano.
Cuando Jesús habla del Reino de Dios, lo describe como una cena de bodas,
como una fiesta con amigos, como el trabajo que hace la casa perfecta: es la
sorpresa que hace que la cosecha sea más rica que la siembra. Tomar en serio
las palabras evangélicas sobre el Reino capacita nuestra sensibilidad para
gozar del amor activo y creador de Dios, y nos pone en sintonía con el destino
inaudito de la vida que sembramos. En nuestra vejez, queridos y queridas
compañeras, y les hablo a los “viejos” y “viejas”, en nuestra vejez la
importancia de tantos detalles de los que está hecha la vida – una caricia, una
sonrisa, un gesto, un trabajo apreciado, una sorpresa inesperada, una alegría
hospitalaria, un vínculo fiel - se vuelve más agudo. Lo esencial de la vida, que
apreciamos más en la vecindad de nuestra licencia, se nos aparece
definitivamente claro. Aquí, esta sabiduría de la vejez es el lugar de nuestra
gestación, que ilumina la vida de los niños, jóvenes y adultos y de toda la
comunidad. Los “viejos” debemos ser esto para los demás: luz para los demás.
Toda nuestra vida aparece como una semilla que habrá que enterrar para que
nazca su flor y su fruto. Nacerá, junto con el resto del mundo. No sin dolores,
sino que nacerá (Jn 16,21-23). Y la vida del cuerpo resucitado será cien y mil
veces más viva que como la gustamos en esta tierra (Mc 10,28-31)

No es casualidad que el Señor resucitado, mientras espera a los apóstoles
junto al lago, asa pescado (Jn 21,9) y luego se los ofrece. Este gesto de amor
reflexivo nos hace darnos cuenta de lo que nos espera al pasar a la otra orilla.
Sí, queridos hermanos y hermanas, especialmente vosotros los ancianos, lo
mejor de la vida está aún por verse. “Pero somos viejos, ¿qué más tenemos
que ver?” Lo mejor, porque lo mejor de la vida está por verse. Esperamos
esta plenitud de vida que nos espera a todos, cuando el Señor nos llame. Que
la Madre del Señor y Madre nuestra, que nos precedió en el Paraíso, nos
devuelva el temor de la espera porque no es una espera anestesiada, no es una
espera aburrida, no, es una espera con temor: “¿Cuando mi Señor? Cuándo
podré ir allí?” Un poco de miedo porque este pasaje no sé lo que significa y
pasar esa puerta da un poco de miedo pero siempre está la mano del Señor
que te lleva adelante y por la puerta a la fiesta. Estamos atentos, queridos
“viejos” y queridas “viejas”, compañeros, estamos atentos. Él nos espera, solo
un pasaje y luego la fiesta.

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Ideas a remarcar

La Asunción de María al cielo ilumina también nuestro destino
Nuestro destino es resucitar
Jesús resucitado conservó su humanidad, su cuerpo, no perdió su memoria, su
historia, ni las relaciones que vivió en la tierra
“Voy a prepararles un lugar, volveré…”
El nuevo nacimiento, la nueva vida, la tierra nueva, la ciudad del cielo
Los ancianos debemos ser luz para los demás, debemos anunciar : “lo mejor
de la vida aún está por verse”.