JORNADA MUNDIAL DE LOS ABUELOS Y DE LOS MAYORES
Homilía del Santo Padre
Francisco
Basílica de San Pedro,
domingo 23 de julio de 2023.
Para hablarnos del reino
de Dios, Jesús usa las parábolas. Cuenta
historias sencillas, que llegan al corazón de quienes las escuchan, y este
lenguaje lleno de imágenes, se asemeja al que muchas veces usan los abuelos con
sus nietos, sentándolos quizás sobre sus rodillas. De este modo, comunican una sabiduría
importante para la vida. Recordando a
los abuelos y a los ancianos, raíces que los más jóvenes necesitan para llegar
a ser adultos, quisiera volver a leer los tres episodios del Evangelio que
hemos escuchado, a partir de un aspecto que tienen en común: el crecer juntos.
En la primera parábola,
son el trigo y la cizaña los que crecen juntos, en el mismo campo. Es una imagen que nos ayuda a hacer una
lectura realista: en la historia humana, como en la vida de cada uno, coexisten
las luces y las sombras, el amor y el egoísmo.
Es más, el bien y el mal están entrelazados hasta el punto de parecer
inseparables. Este planteamiento
objetivo nos ayuda a mirar la historia sin ideologías, sin optimismos estériles
o pesimismos nocivos. El cristiano, animado
por la esperanza en Dios, no es un pesimista, ni tampoco un ingenuo que vive en
el mundo de las fábulas, que actúa como si no viese el mal y dice que “todo va
bien”. No, el cristiano es realista, sabe que en el mundo hay trigo y cizaña, y
se mira adentro reconociendo que el mal no llega solo “desde afuera”, que no es
siempre culpa de los demás, que no es necesario “inventar” enemigos que
combatir para evitar arrojar un poco de luz en su interior. Se da cuenta de que el mal viene desde
dentro, de la lucha interior que todos nosotros tenemos.
Pero la parábola nos
interpela, cuando vemos que en el mundo el trigo y la cizaña están juntos, ¿qué
debemos hacer?, ¿cómo debemos comportarnos? En la narración los siervos querían
arrancar la cizaña inmediatamente. Es
una actitud animada por una buena intención, pero impulsiva, incluso agresiva. Piensan que podrán arrancar el mal con sus
propias fuerzas, para alcanzar la pureza.
Es una tentación frecuente: una “sociedad pura”, una “Iglesia pura”
pero, para alcanzar esa pureza, se corre el riesgo de ser impacientes,
intransigentes, incluso violentos hacia quien cayó en el error. Y así, junto a la cizaña se arranca también
el trigo bueno y se impide a las personas hacer un camino, crecer,
cambiar. Escuchemos en cambio lo que
dice Jesús: “Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha”. Qué hermosa esta mirada de Dios, su pedagogía
misericordiosa, que nos invita a tener paciencia con los demás, a acoger –en la
familia, en la Iglesia y en la sociedad-
la fragilidad, los retrasos y los límites. No para acostumbrarnos a ellos con
resignación y para justificarlos, sino para aprender a intervenir con respeto,
sacando adelante el cultivo del buen grano, con mansedumbre y paciencia. Recordando siempre que la purificación del
corazón y la victoria definitiva sobre el mal son, esencialmente, obra de Dios. Y nosotros, venciendo la tentación de dividir
el trigo y la cizaña, estamos llamados a entender cuáles son los modos y los
momentos mejores para actuar.
Pienso en los ancianos y
en los abuelos que han realizado ya un largo trecho en el camino de la vida y
al volver la vista atrás, ven tantas cosas hermosas que han conseguido, pero
también derrotas, errores, incluso algunas cosas que –como se suele decir- “si
volviera atrás no repetiría”. Hoy, sin
embargo, el Señor viene a nuestro encuentro con una palabra dulce, que nos
invita a acoger con serenidad y paciencia el misterio de la vida, a dejarle a
Él el juicio, a no vivir de reproches y remordimientos. Como si quisiera decir: “Miren el buen trigo
que ha germinado en el camino de sus vidas y háganlo crecer todavía más,
confiándome todo, que siempre perdono; al final, el bien será más fuerte que el
mal”. La ancianidad es un tiempo
bendecido también para esto, es la estación para reconciliarse, para mirar con
ternura la luz que se expandió a pesar de las sombras, en la confiada esperanza
de que el buen trigo sembrado por Dios prevalecerá sobre la cizaña con la que
el diablo ha querido infestar el corazón.
Veamos ahora la segunda
parábola. El reino de los cielos, dice Jesús, es la obra de Dios que actúa de
manera silenciosa en la trama de la historia, hasta el punto de parecer una
acción minúscula e invisible, como la de un pequeño grano de mostaza. Pero cuando este grano crece “es la más
grande de las hortalizas y se convierte en un arbusto, de tal manera que los
pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas”. También nuestra vida es así, hermanos y
hermanas: venimos a este mundo en la pequeñez, nos convertimos en adultos,
después en ancianos; al principio somos una pequeña semilla, después nos
nutrimos de esperanzas. Realizamos
proyectos y sueños, el más hermoso de los cuales es llegar a ser como ese
árbol, que no vive para sí mismo, sino para dar sombra a quienes desea y
ofrecer un espacio a los que quieren construir allí un nido. De ese modo, los
que crecen juntos en esta parábola son el añejo árbol y los pajaritos.
Pienso en los abuelos,
hermosos como esos árboles frondosos, bajo los cuales los hijos y los nietos
realizan sus propios “nidos”, aprenden el clima de familia y experimentan la
ternura de un abrazo. Se trata de crecer
juntos. El árbol exuberante y los
pequeños que necesitan del nido, los abuelos con los hijos y los nietos, los
ancianos con los más jóvenes. Hermanos y hermanas, necesitamos una nueva
alianza entre jóvenes y ancianos para que la linfa de quien tiene a sus
espaldas una larga experiencia de vida irrigue los brotes de esperanza de quien
está creciendo. En este intercambio
fecundo aprendemos la belleza de la vida, construimos una sociedad fraterna y
en la Iglesia permitimos el encuentro y el diálogo entre la tradición y las
novedades del Espíritu.
Por último, la tercera
parábola, en la que crecen juntas la levadura y la harina. Esta mezcla hace crecer toda la masa. Jesús usa precisamente el verbo “mezclar”,
que evoca ese arte que conlleva la “mística de vivir juntos, de mezclarnos, de
encontrarnos, de tomarnos de los brazos”
y de “salir de sí mismo para unirse a otros” (Evangelii gaudium
87). Esto vence los individualismos y los egoísmos, y nos ayuda a
generar un mundo más humano y más fraterno.
De este modo hoy la Palabra de Dios es una llamada a vigilar para que
nuestras vidas y nuestras familias no marginen a los más ancianos. Estemos atentos para que nuestras aglomeradas
ciudades, no se conviertan en “concentrados de soledad”; para que la política,
que está llamada a proveer a las necesidades de los más frágiles, no se olvide
precisamente de los ancianos, dejando que el mercado los relegue a “descartes
improductivos”. No vaya a suceder que, a fuerza de seguir a
toda velocidad los mitos de la eficiencia y del rendimiento, seamos incapaces
de frenar para acompañar a los que les cuesta seguir el ritmo. Por favor, mezclémonos, crezcamos juntos.
Hermanos y hermanas, la
Palabra divina no nos invita a separar, a cerrarnos, a pensar que podemos
hacerlo solos, sino a crecer juntos.
Escuchémonos, dialoguemos, sostengámonos recíprocamente. No olvidemos a los abuelos y a los
ancianos. Muchas veces, gracias a una
caricia suya hemos vuelto a levantarnos, hemos reanudado el camino, nos hemos
sentido amados, sanados por dentro.
Ellos se han sacrificado por nosotros y nosotros no podemos sacarlos de
la agenda de nuestras prioridades.
Crezcamos juntos, vayamos adelante juntos. El Señor bendiga nuestro camino.
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